Era una mujer hermosa, atractiva, muy segura de sí y de gran inteligencia. La conocí en el Congreso Internacional de Abogados Laboralistas donde, como miembro de la entidad anfitriona, le asignaron la misión de acompañar a los colegas del cono sur suramericano y se desempeñó con mucha eficiencia. Abogada de profesión, casada, con dos hijos y buen nivel de vida. Me impactó desde el principio su actitud independiente y libertaria, su carácter jovial y su seguridad personal; en suma, tenía una personalidad señera que amalgamaba magnanimidad con modestia sincera y se manifestaba con buena dosis de entusiasmo y buen humor.
jueves, 1 de octubre de 2015
Una experiencia de vida
– Relato –
Era una mujer hermosa, atractiva, muy segura de sí y de gran inteligencia. La conocí en el Congreso Internacional de Abogados Laboralistas donde, como miembro de la entidad anfitriona, le asignaron la misión de acompañar a los colegas del cono sur suramericano y se desempeñó con mucha eficiencia. Abogada de profesión, casada, con dos hijos y buen nivel de vida. Me impactó desde el principio su actitud independiente y libertaria, su carácter jovial y su seguridad personal; en suma, tenía una personalidad señera que amalgamaba magnanimidad con modestia sincera y se manifestaba con buena dosis de entusiasmo y buen humor.
Al principio me pareció conocer a una
persona igual a ella, pero revisada mi galería de personalidades y personajes
comprobé que conozco más bien a varias, pero portadoras parciales de estas
características. Luego, era la primera vez que encontraba acumulada en
una sola persona todas estas virtudes. Se trataba por tanto de una señora que
estaba por encima del denominador común, superior a muchas por su capacidad de
razonamiento y por el empleo oportuno de sus conocimientos, condición que
ella no se proponía hacer notar sino por el contrario, se empeñaba por
mimetizarse para aparecer como una más. La recuerdo como si fuera ayer, cuando
daba a conocer sus opiniones (siempre importantes) con naturalidad, envueltas
en esa siempre bien recibida pizca de ironía e ingeniosos giros idiomáticos.
Fue la preceptora y guía de nuestro
grupo. Nos acompañó a las reuniones de las comisiones, de las plenarias,
de los talleres, y nos llevó al teatro, a los actos culturales, incluidas las
actividades lúdicas o de esparcimiento. Bastante disfrutamos de su compañía, de
sus anécdotas y bromas. Su presencia fue para mí un regalo inestimable debido
al placer intelectual que me ha proporcionado. Tanto es así que pronto busqué
entablar con ella diálogos personales con el fin de ganarme su confianza
y amistad, y por lo que van a leer a continuación, creo habérmelas ganado.
De este interesante diálogo fui
protagonista en un país lejano, hace ya bastante tiempo. Desde el principio me
propuse documentarlo para compartir con las generaciones presentes y futuras
esta experiencia de vida. Lastimosamente he dejado pasar demasiado tiempo y
olvidado ya algunos detalles. Ahora lo reproduzco ya sin la fidelidad plena que
merecía, pero con la misma convicción de que podría ser útil a muchas personas
en este país donde hombres y mujeres no abordamos el tema aquí asumido con
sinceridad y crudeza.
Me premió con el honor de almorzar
conmigo y de tomar el café de la tarde en los jardines del hotel. Mantuvimos
conversaciones, para mí, francamente memorables, abordando varios temas y
entre ellos uno en especial relacionado con aspectos de su vida personal. Fue
una confidencia, una revelación espontánea, hecha de modo natural, fluyendo en
medio del diálogo, sin malicia ni recelo. Se desató cuando le comenté que
admiraba su aplomo y seguridad, y que le agradecería si me diera una pincelada
gruesa y rápida de las condiciones de vida que hicieron de ella la que es.
Sin arrogancia alguna, porque se cuida mucho de ella, me contestó que fue
a través de un férreo ejercicio intelectual de aprendizaje continuo y que le
costó bastante; me dijo que cometió muchos errores y que esos fueron los que
más contribuyeron a su formación, porque los convirtió en fuentes permanentes
de aprendizaje para mejorar su vida interior, de relacionamiento y conducta.
Pero terminó confesando que la actitud que hoy asume ante la vida y la sociedad
(que yo la había notado pronto y muy claramente) es reciente en ella y que para
arribar a este puerto final realizaron aportes fundamentales una circunstancia
y una persona en particular: una relación y un hombre.
— Naturalmente su esposo — me apresuré
en comentar — Ella movió la cabeza negándolo y agregó:
— Me hubiera gustado que lo fuera, pero
lastimosamente no fue él.
— Entonces… ¿un preceptor, un guía, un
maestro?
— Ninguno de ellos en la acepción común
de esas palabras, pero yo le llamo “mi maestro”, porque literalmente me enseñó
el valor sustantivo del placer y a conjugar los verbos vivir y crecer.
— Muy interesante. Cuénteme algo más del
caso, por favor — le dije; y comenzó su largo y deslumbrante relato diciendo:
“Apareció en mi vida de forma
inesperada, sin anuncio previo ni toque de tambores. Sencillamente llegó y fue
así: Un granjero de las afueras de la ciudad, que fue mi cliente en años
anteriores, me visitó para comentarme que lo convocaron sus parientes a
participar del juicio sucesorio de un tío que no dejó descendencia; el
hombre era desconfiado pero a la vez estaba interesado en la modesta
herencia extra que podría compartir con sus hermanos y primos. Me pidió que lo
acompañara a título de abogada de su confianza ante el abogado que lleva el
juicio sucesorio. Quería que aquel profesional prestigioso y renombrado supiera
que él estaba protegido para que no fuera a intentar abuso alguno. Y allá
nos fuimos, previa concertación de la entrevista. La plática fue muy esclarecedora
y provechosa. El colega era correcto, afable y muy franco. Es de esas
personas que procuran darse a entender; que usa palabras sencillas incluso para
explicar procesos complejos. Mi cliente se quedó convencido y confiado en
él. Yo, por mi parte, me quedé impactada por el buen trato y la actitud
caballeresca del colega, por su don de gente, su delicadeza, al punto que me
agradeció el acompañamiento del cliente cuando yo pensaba que podría molestarle
mi intermediación.
No pude explicarme la razón, pero al día
siguiente sentí la necesidad de volver a su bufet para agradecerle
la gentileza, y así lo hice. Ya casi nada hablamos de la cuestión sucesoria
porque entre profesionales dichos temas se resuelven con pocas palabras en
razón de que hablamos el mismo idioma técnico. Abordamos más bien asuntos
culturales, tales como las costumbres de nuestra gente, las prácticas más
comunes, las reacciones previsibles, etc., para luego informarnos de paso,
recíprocamente, sobre nuestras situaciones profesionales, personales y
familiares; lo hicimos ambos con toda franqueza y sin mayores reservas. La
despedida me estremeció sin saberlo por qué. El maestro me dio un abrazo tan
tierno y cariñoso que me sentí sobrecogida; en principio pensé que habría sido
por provenir de una personalidad con poder propio, porque siempre escuché que
el poder tiene su fundamento moral, su fuerza de autoridad e incluso su carga
erótica. Nos prometimos proseguir, lo que en ese momento ya era una
amistad, a través de comunicaciones telefónicas y correos electrónicos
que acababan de inventarlo. Pero esos medios no fueron suficientes para mí.
Seguía sin poder explicarme la causa por la cual se me instaló la ansiedad de
volver a su despacho cuando ya no tenía necesidad objetiva ni pretextos creíbles
que utilizar. Anduve cavilando por más de una semana antes de asumir que el
hombre había despertado en mí un sentimiento afectivo muy fuerte que me
costaba doblegarlo o por lo menos ignorarlo. Recordaba
constantemente su porte altivo, sus carnosos y bien formados labios y su nariz
perfecta, que armonizan con su sonrisa permanente y sus palabras siempre
agradables. Tuve que admitir que este caballero ejercía sobre mí una
fuerte atracción. Aclarado el caso ante mí misma no tardó en venirme el coraje
y decidí escribirle un mensaje de texto que decía algo así como: “Le reitero
mis agradecimientos por sus finas atenciones. Su amistad es para mí
un gran honor y toda plática con usted me causa enorme bienestar. Su
personalidad me es altamente inspiradora pero no quiero importunarle con otra
visita”. Naturalmente, una provocación como ésta le debe mover a un caballero y
en este caso la respuesta fue inmediata: me invitó para el día siguiente.
Aquel encuentro fue memorable. Estaba yo
feliz pero turbada, casi avergonzada y él lo notó de inmediato. Después
del tierno saludo nos sentamos frente a frente escritorio de por medio. El
extendió la mano derecha con la palma hacia arriba como reclamando la mía; se
la di y el contacto se mantuvo durante la plática. Luego le manifesté que me
parecía impropia la postura que adoptamos y me respondió:
— No se preocupe, éste y muchos actos
impropios más nos esperan —. Yo sólo atiné a decir:
— ¿Le parece? —, y me respondió:
— Estoy más que seguro.
— ¿Ahh sí; y por qué?
— Porque existe entre nosotros una
enorme empatía. Una comunicación muy profunda que no necesita de palabras para
manifestarse.
Dicho esto, se puso de pie y avanzó
hacia un lado de la mesa manteniendo mi mano derecha en la suya. En ese mágico
instante perdí toda noción de ubicuidad y respondí como una autómata a su
invitación de encontrarnos en el lado izquierdo del escritorio. Sin más
palabras, nos confundimos en un frenético abrazo y un beso apasionado cuya
duración me pareció infinita; fue tan intenso que de no haber personas en la
sala contigua, allí mismo habríamos consumado todo, porque estábamos impulsados
por energías arrebatadoras y además yo ya tenía la convicción de que podría
tener con él relaciones sexuales altamente satisfactorias. Simplemente me las
había imaginado.
Al despertarme de ese vívido sueño me
arreglé los cabellos como pude y me despedí sin más reclamos de citas. Al salir
me temblaron las piernas pero me sostuve en pie y seguí caminando. Ya en el
carro intenté reflexionar sobre mi conducta pero no pude porque me sentí
invadida por una sensación de inenarrable felicidad. Quise reprocharme,
tal vez arrepentirme, pero en mi interior el alma bailaba, estaba exultante,
briosa, como diciéndome: “Por fin comenzarás a vivir; felicidades querida”.
En ese momento me dije: tal vez este accidente emocional me ocurre por
hallarme muy carenciada de afecto verdadero, de fervor y de pasión; cansada tal
vez de lo meramente formal y de lo rutinario.
Luego vinieron los encuentros íntimos
indescriptibles, todos memorables y sin par. Cada acto superaba al anterior
según mi percepción. Descubrimos sensaciones nuevas y fuertes,
estremecedoras. Me sentía hondamente emocionada en los momentos en que él se apoderaba
de mí, cuando era poseída por él, sometida a sus deseos, convertida en
instrumento de su placer, porque todo eso retornaba a mí; era un incesante dar
y recibir; todo lo que daba se me retornaba en el instante. Llegué a
conocer todas las cumbres, los placeres más intensos de mi vida, las glorias
cenitales. En los intervalos del paroxismo me quedaba en la cama (y me quedo
hasta hoy) temblando y llorando de placer. Por eso no puedo sentirme
culpable ni arrepentida sino dispuesta a bendecir lo que me ha pasado a pesar
de tener que gozar de este obsequio de la vida al margen de la ley y de la
moral.
— La comprendo, pero esa situación de
anormalidad ustedes la pueden cambiar, franqueando la cuestión, asumiendo el
accidente sentimental que les ha ocurrido. Seguro que piensan hacerlo, ¿no?
— Por ahora no. Yo me conformo con
tenerlo.
— ¿Él tiene otro vínculo?
— Lo tiene, pero no es el principal
obstáculo. Yo tengo un buen matrimonio y dos hermosos hijos en edad de
formación; tengo una familia que no quiero destruir más allá de mi infidelidad.
Mi esposo es una bellísima persona, noble, trabajadora, leal. Es la última
persona a quien perjudicaría. Además no me ha dado motivos para divorciarme. Su
única falencia es la falta de creatividad en las relaciones sexuales; y es así,
según mi maestro, porque desconoce que las mujeres no soportamos la rutina, y
como consecuencia buscamos aventuras dentro del matrimonio y al no hallarlas
somos capaces de buscarlas incluso fuera del mismo.
— Entonces, por ahora al menos, usted
seguirá practicando la poliandria.
— Así es; no tengo otra opción. Tengo un
marido para ante la familia y la sociedad, y otro que es solo para mí, para mi
realización personal, para mi felicidad, alegría y placer carnal y espiritual,
porque no se trata solo de sexo a pesar de su enorme importancia en la vida de
las personas; se trata de la complementariedad, del otro que te completa y te
hace sentir plena. Usted no va a poder imaginarse el cambio que él produjo en
mí. Desde que soy suya me siento segura, altiva, diría hasta orgullosa. Camino
por los pasillos de tribunales sin sentir el piso, regalando sonrisas a diestra
y siniestra, con una alegría interior exultante que por lo visto se
irradia, porque los amigos la perciben y me señalan.
— Así se siente usted y está muy bien,
felicidades, pero él ¿cómo se siente en esta relación?
— Diría que igual que yo, guardando las
diferencias. Él dice que a pesar de toda su experiencia le sorprende este caso;
que mi aparición en su vida es un hecho inédito; que nunca antes tuvo una
mujer tan ardiente que le inspira tanta pasión; se sorprende de su propio
rendimiento conmigo y eso le lleva a creer que soy la mujer que
siempre ha esperado. Hasta entonces yo no sabía que era ardiente y creo que lo
soy sólo con él. Entre nosotros se produce un movimiento sinérgico: nos
potenciamos recíprocamente.
— Si me permite, doctora, ¿cuánto tiempo
lleva esa relación?
— Cinco años y dos meses bien vividos.
— ¿Y no han tenido incidentes como
infidencias, delaciones o riñas internas?
— Ninguna. Riñas… jamás; no tenemos
lugar para eso. Todo encuentro es una fiesta.
— Pero así, en clandestinidad absoluta,
no creo que… ¿Usted no siente la necesidad de salir con él a los actos
sociales, de ir una tarde al mar que aquí lo tienen tan hermoso?
— Me encantaría. De hecho me encantaría
estar con él las veinticuatro horas del día; juro que no me cansaría, porque es
un hombre maravilloso; pero como le digo, por el momento no podemos y de veras
me contento con solo tenerlo, con verlo y besarlo, con aspirar la subyugante y
erótica fragancia que usa, con acariciar su piel, con beber su aliento y sentir
sus manos en mi cuerpo.
— Parece ser un caballero muy competente
como amante; un poderoso y envidiable varón. ¿Qué edad tiene él?
— Cincuenta y ocho.
— Ah. Un hombre ya maduro. ¿Y su marido?
— Él tiene mi edad, cuarenta y dos,
pero como ve, le ganó la partida a pesar de esa diferencia de edad.
— Y sí, porque tiene el arte de hacerse
amar. Un arte difícil pero sublime, casi un misterio.
— Es un arte que se puede aprender. El
caso es que no hay quien enseña ni quien enseñe. Uno debe aprender de la vida.
— ¿Tendría inconvenientes o reservas
para ilustrarme mejor sobre los detalles de esa relación sexual que la llena
completamente a usted como mujer? Y le pido por esto, porque todo hombre
querría saberlo para mantener a su lado a la mujer amada, y de ser posible,
siempre contenta.
— No. Ningún inconveniente. De hecho
puedo hacerlo porque usted es un extranjero y no vive en este país. A los de
aquí jamás les he referido ni lo haría porque a pesar de lo grande que parece,
este es un mundo pequeño. Es más, me causa placer revelar este hecho con
todas sus circunstancias porque es para mí una catarsis. Todos queremos
contar lo bueno que nos sucede para que sea dos veces bueno, pero hechos tan
delicados como éste, uno no puede revelar ante cualquiera. Yo lo uso a
usted para mi descarga y en compensación espero que le sea útil mi experiencia
de vida.
Bueno, esta es una relación excepcional.
Le diría que es difícil determinar sus componentes pero lo intentaré. Creo que
para una relación como ésta se debe contar primero con el sentimiento; la
atracción recíproca, la sintonía, la química; luego viene el trato, la
consideración, el respeto, el cuidado que uno pone para preservar la cosa
querida. Esto incluye abstenerse de intercambiar comunicaciones
agresivas, hirientes, impertinentes o inoportunas. A esto debemos agregar el
conocimiento que debe tener el hombre de la naturaleza humana y en especial del
cuerpo de la mujer. Mi maestro dice que el cuerpo de la mujer es como una
guitarra porque hay que saber pulsarla para que suene. Él conoce todos los
rincones de mi cuerpo, todos mis puntos sensibles, es asombroso. Yo, antes de
ahora, no le daba importancia al sentido del tacto; nunca imaginé que pueda
tener igual valor que la vista o el oído, pero cambié de opinión y ahora digo
que es uno de los sentidos más finos y valiosos que tenemos. Es el
disparador del placer más intenso, primitivo y animal que puede sentir el ser
humano. Los demás sentidos proporcionan placeres intelectuales.
Esto me enseñó mi maestro en forma teórica y práctica. Sus dedos me
encienden, me estimulan hasta el paroxismo, me estremecen. Muchas veces me
arranca un orgasmo antes de la penetración. Luego tenemos el coito
prolongado que mucho necesita la mujer, porque no hay peor sexo que el que
brinda un hombre con eyaculación precoz. Esa es una fiesta que acaba
antes de comenzar. Por favor, controle eso si quiere ser amado, porque si
de eso padece, su mujer le puede tener gran respeto, admiración, mucha
consideración y hasta cariño, pero nunca lo va a amar con esa carga de erotismo
que es el condimento esencial en la relación de pareja. Y esto también
tiene sus secretos. Según mi maestro, para prolongar el coito el hombre
debe tener, en primer lugar, blindado el miembro viril, preferentemente por vía
de la circuncisión, porque en ese caso el glande genera una defensa epitelial
contra la alta sensibilidad, que es la que muchas veces precipita las emociones
y traiciona al hombre. Luego él recomienda que el hombre se despoje
de su egoísmo, de sus ganas de darse satisfacciones personales y se dedique
enteramente a su pareja, tratando de complacerla en todo momento, estimulándola,
susurrándole palabras de alto contenido erótico. Él me cuenta que en su
juventud fue muy mal amante y para superarlo hizo de todo. Puedo
certificar que hoy es un verdadero maestro. Yo fui reeducada por él y mucho le
agradezco, porque si no fuera por él iba a pasar por esta vida sin conocer los
placeres más intensos y la felicidad. Me enseñó por ejemplo a no alzar la voz
durante el acto y a reemplazarla por susurros, gemidos y suaves protestas de
placer. Solo cuando llego al momento del orgasmo me incita a elevar la
voz y a gritar mi placer con toda libertad. Esto significó para mí una
nueva vida. No sabía nada de esto porque me había casado siendo una chica
tonta y mi marido no me educó para el sexo. Allí empezó su error, porque
para la práctica del sexo uno debe educar a su pareja y adecuarse a ella. Cada
pareja tiene la necesidad de reeducarse, de experimentar actos diversos,
analizarlos y evaluarlos juntos. La mujer también debe conocer a su
hombre, saber sus zonas erógenas, los puntos en que están ubicados, para
poder estimularlo justo allí. El sexo es un acto de dos y su optimización es
responsabilidad de ambos. Nadie debe salir de una relación sexual sin haber
logrado el orgasmo y la eyaculación. Es la regla más elemental en la
relación sexual de la pareja humana. Pero el sexo es algo complejo, que
nunca se termina de aprender. Por último, y esto creo haberlo dicho ya,
la pareja debe ser creativa en la cama para evitar la rutina; debe experimentar
de todo porque allí no hay nada que sea prohibido. A mi juicio, estos son
los presupuestos para la paz, el amor y la fidelidad de la pareja. Cuando
hablo de paz me refiero a la ausencia de desconfianzas y de celos, sentimientos
ruines que nacen de la inseguridad y de la conciencia no manifiesta que uno tiene
de no estar brindando a su pareja lo que le debe brindar.
— Gran parte de esto ya lo sabía yo,
pero estoy pensando en la gente común que es enteramente ignorante de estos
conocimientos y por ende no le saca provecho a su cuerpo — le dije, y me respondió:
— Ay… no. La gente común es muy
desdichada. Gran parte de la humanidad esta frustrada, otra parte resentida.
Son más las personas insatisfechas y amargadas que las felices. Por eso
hay tanta violencia en nuestras sociedades, tantos enfrentamientos, tantas
guerras. Estoy convencida de que la persona humana se ennoblece más por las
artes, por las bellas artes y por el sexo satisfactorio que por otros medios.
Si se cultivaran estos aspectos el mundo sería distinto, porque la
persona que alcanza la plenitud no puede salir a la calle a promover guerras de
ningún tipo. Mi maestro sostiene que las más grandes culpables de estas
desdichas son las religiones y sus iglesias, porque satanizaron el sexo, uno de
los más bellos atributos de la persona humana, y lo hicieron con el propósito
de domesticar a la gente, de enseñorearse sobre ellas, de dominarlas. Él
las responsabiliza de las penurias de miles de generaciones y miles de
trillones de personas que pasaron por este mundo sin gozar de lo quela
naturaleza (o Dios si se quiere) les ha dado, de los milenios de desdichas
de la humanidad entera. Yo, por mi parte sostengo, sin exonerar de culpas
a las religiones, que en la actualidad los grandes culpables son los Estados
laicos que, estando ya libres de presiones religiosas, siguen los designios del
oscurantismo medioeval, en vez de implementar programas de educación sexual,
con independencia de la opinión de las iglesias, basadas en principios
científicos y en la experiencia de la humanidad. A mi juicio esto es lo
que verdaderamente promovería el desarrollo humano. De hecho pienso que si el
desarrollo de la razón a través de la filosofía que gestaron los antiguos
griegos no se hubiera eclipsado en la edad media por la hegemonía de la
religión, y si aquella época se hubiera enlazado con la edad moderna, hoy
habríamos estado colonizando todo el espacio sideral y nuestras sociedades
habrían alcanzado un altísimo nivel de concordia, paz y felicidad. En otras
palabras, el mundo de hoy habría sido muy distinto si las iglesias, en
vez de satanizar el sexo, se hubieran dedicado a enseñar su buen uso, para
sacarle provecho y buscar a través del mismo la felicidad terrenal como
anticipo de la vida celestial”.
Por las dudas, por si la revelación de
estas intimidades fueran a significar algo que yo podría perderme por
mera ingenuidad, le formulé esta solapada consulta:
— ¿Ha llegado usted a diversificar sus
relaciones para disfrutar a plenitud de todos estos conocimientos?; y me
respondió:
“Colega: parece que usted no comprende
el sentido de la plenitud. Cuando a ella se llega terminan las necesidades que
buscamos satisfacer con el concurso de terceras personas; uno se mantiene fiel
a su pareja sin ningún esfuerzo. Yo la he logrado y desde entonces no he tenido
ojos para nadie más”.
En este punto terminaron las
revelaciones confidenciales de mi amiga porque se nos acabó el tiempo, pero me quedé
fuertemente impactado por la sinceridad y la crudeza de su relato; todo un desafío
para nuestra hipocresía sobre este tema tabú: la insatisfacción sexual, fuente
de tantos desmanes y sufrimientos; y es tiempo ya que abordemos este tema con
la madurez debida antes que sufrir en silencio la desconfianza y los celos, o
de recurrir a las agresiones verbales y físicas, o provocar la intervención de
terceros, de la policía o de los órganos judiciales; y por sobre todo, para
evitar los delitos y los crímenes que muchas veces perpetran los miembros de la
pareja contra su propia pareja.
Años después de aquellas conversaciones
mi amiga me escribió contándome que acababa de casarse su hija menor y al
quedarse sola con el esposo le fue más difícil la convivencia. Entonces le propuso salir ella de la casa
durante la semana para ir a vivir sola en un departamento sobre la calle
central, cerca de tribunales, con el fin de agilizar sus trabajos, y
decidieron pasar juntos solamente los fines de semana. Refirió que inmediatamente su maestro hizo lo
mismo, liberando también su tiempo para estar con ella.
Como un año después de aquella carta me
volvió a escribir para contarme que la flexibilización de las relaciones
produjo un efecto colateral: su marido había entablado relaciones sentimentales
con una compañera de trabajo y en el momento de descubrirse estaban ya
severamente enamorados. Entonces le pidió el divorcio y diligenció el juicio
rápidamente; y me cuenta que ahora, por fin, vive junto a su maestro, pero sin
la formalidad del matrimonio.
En definitiva, el hecho que precipitó mi
decisión de transcribir este relato fue la última carta de mi amiga, recibida
la semana pasada, en la cual me cuenta que su maestro acaba de celebrar sus 80
años de vida y que ella sigue feliz a su lado, tanto como lo fuera en aquellos
primeros días de su relación.
Tadeo Zarratea
Abril de 2015.
Nota: El
presente relato es el adelanto de un capítulo de mi novela en etapa de elaboración. La confusión creada en algunos lectores se
debe a la falta del correspondiente marco novelístico.
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