miércoles, 15 de febrero de 2017
ARRIBEÑO DEL NORTE
Lo que haya – dijo el hombre –
Cualquier cosa.
Cabalgaba a plomo, pero echándose un
poco atrás de la cruz de su montado, como los chaqueños.
– No – dijo la vieja.
– Cualquier mandioca hervida – insistió
el jinete con paciencia, señalando el mandiocal mezquino.
– No – repitió la vieja. Un temor como reciente trababa su voz – No
tengo nada. Soy muy pobre – agregó mirando a sus espaldas, como si quisiera
convencer al extraño indicándole el rancho ruinoso, o como si se moviera para
huir de una vez.
– Pero algo has de tener, señora – el arribeño hablaba suavemente, con fatiga,
con bondad.
Había
llegado en un ruano de gran alzada casi al mediodía, cuando el Norte es
bajo, sólo al nivel de un hombre a caballo, y sopla con su máxima fuerza.
La dueña del rancho lo vio en el
momento que abría sin desmontarse la única tranquera, que daba al Sur. Salió a su encuentro en la limpiada. Él le
había pedido algo de comer, y ahora estaban allí, inmóviles en el insoportable
reverbero, el hombre un poco lejano todavía, alto y cansado en su ruano, y la
vieja mujer como sin motivo, temerosa y enjuta, con el ruedo del vestido
arrastrándose por la polvareda quemante, mientras el Norte se liaba y
desenliaba en sus cuerpos y en la mata de los árboles bandeaba implacable la
plantación canija y seguía royendo sin sosiego la tierra oscura.
– ¿De dónde viene? – la vieja encogió
los ojos al mirarlo, como un gnomo astuto bajo el sol.
– De lejos – el brazo extendido del
hombre se vinculó con un punto en las islerías azules – De allá. Del Norte – el viento tallaba su
lento rostro detenido entre el cielo y la tierra.
A la vieja le pareció entonces que él
no era sino criatura del viento Norte resonante y lejano, traída en el viento
asoleado para un destino cuyas secretas secuencias nadie (y él menos todavía)
podría desbaratar.
Comenzó a pasarla el miedo,
extrañamente.
– Puedo ir a ver si mis gallinas
pusieron – dijo por último, y añadió como preguntando – puedo hacerle un
estrellado.
– Y está lindo – contestó el hombre –
Ya vale demasiado.
El ruano resopló largamente. Como si
fuera una señal, el forastero desencogió las piernas y se puso cómodo sobre el
apero, con una leve rotación de las caderas.
La mujer se dio cuenta de que ese exiguo movimiento era el primer
respiro que el hombre se daba en mucho tiempo, el pequeño descanso verdadero en
quién sabe cuántos días con sus noches de marcha alerta y desolada.
– Y llegue pues entonces, señor mío –
en el lugar del miedo había compasión.
El hombre desensilló en silencio bajo
un laurel canela como de ocho años.
Cuando sacó la jerga, del cuadrado húmedo y negro en el lomo del animal
se evaporó el sudor en volutas verdosas. El olor penetrante mató al de la
sombra limpia y al refrescante aroma de las hojas verdioscuras en tanto el
arribeño ataba corto al ruano, con el cabestro, por el tronco todavía liso y
delgado.
Luego se curvó con el peso de los
arreos y se encaminó sin prisa hacia el rancho.
La vieja le esperaba casi bajo el solero: otra vez más se enfrentaron
sus figuras sin sombra, siempre con el viento Norte llenándoles
interminablemente la hueca de los oídos, levantando desde sus pies hasta el
horizonte pilares de humo elemental.
– Es caliente el calor – dijo ella.
– Es caliente – confirmó el arribeño.
– Ponga allí sus calchas, señor mío,
por el atraviesa – dijo la vieja.
Tendido en el catre de trama, el hombre
pensaba. Su mirada erró por el declive del techo comido por los bichos, por las
destruidas paredes francesas; por todas partes, el estaqueo desnudo marcaba los
sitios donde el lodo rojizo se había desprendido; las manchas de luz
encandilaban más que la del ventanuco y un polvo brilloso se agitaba, colmando
la penumbra. Arrimada a la tapia, una mesa vencida, cubierta por una palla
marrón de suciedad y de tiempo, soportaba un nicho de madera repleto de
imágenes. Distinguió un crucifijo, la Virgen de Dolores, una estampa grande del
Corazón de Jesús, Santa Librada y dos florerillos con flores de papel. En el candelero de barro, frente al nicho, la
vela se había acabado. Fuera del catre y una frazada raída, en el cuarto no
había nada más. La vieja trajinaba en el cobertizo. De pronto, oyó el chirrido de algo fritándose
en la paila, y el tufillo acre de la grasa de vaca llegó hasta él. El hombre cerró los ojos.
Al cabo de un momento la vieja lo
llamó:
– Venga que, señor mío. Ya está toda la
comida.
– Mejor que coma aquí – el arribeño se
incorporó –. Norte está duro, y entra demasiado resol en el galpón.
– Y como le gusta nomás – dijo la
vieja.
– Entonces él trajo de afuera un banco
largo y angosto. Entró la mujer con lo que le había preparado, un champurreado
de charque y huevos. El hombre se sentó
a horcajadas en el banco, colocó ante sí el plato enlozado y empezó.
La vieja se puso en la misma orilla de
la cama y se soltó el rodete.
– Gran cosa es el hambre – dijo el
hombre después de una pausa –. Se me
ocurre que estoy convirtiéndome en otro – aseguró.
La vieja iba poniendo con atención las
horquillas en su regazo.
– Este charque no está bien hecho del
todo – dijo –. Ha de estar un poco
pasado.
– A mí me gusta la carne azul – repuso
él.
Tajaba la mandioca y los trozos grandes
de cecina con su propio cuchillo, de hondo y acanalado acero de yatagán y mango
de metal esmaltado.
– Cuando venía quise mariscar – manifestó, removiendo con la punta de la
cuchara un pedazo duro de yema. Al fin, agregó como disculpándose –: pero
cuando se anda con apuro no se puede.
¿Le persiguen? La vieja se pasaba por
las crenchas un peine fino de cuerno.
– Y además ya hacen dos días que mi
recortado se descompuso completamente, y lo tiré – dijo el hombre para sí. Dejó
de comer y le dijo, mirándole a los ojos –: Nunca podemos saber del todo lo que
nos pasa.
Y siguió comiendo, agachado como un
apacible animal, grande y hambriento.
La cuchara y el peine subían y bajaban,
bajaban y subían, pausadamente pero sin tregua, con movimientos que parecieron
concertados: el hombre empujó su plato vacío en el mismo instante en que la
vieja empezaba a trenzarse de nuevo el pelo grisáceo.
Luego el hombre limpió cuidadosamente
la hoja por los bordes del banco y envainó.
La vieja nota que guardaba el facón adelante, a la izquierda, y con la
empuñadura hacia abajo.
– ¿Está satisfecho?
– De ley – el hombre se tocó la faja.
Todo el tiempo, la mujer lo estaba
observando a su gusto. Tenía un buen porte; aun sentado era alto, grande y
huesudo: su figura llenaba casi la pieza estrecha, y sin embargo tenía un aire
lejano, como si siempre estuviera de paso, o como si jamás llegara del todo a
ninguna parte. Por lo demás, un
cansancio tan viejo que ya era casi abstracto exaltaba sus pómulos y ardía en
silencio por sus sienes, mientras la tranquila bondad habitaba su rostro tan
naturalmente como su color moreno.
– Está lo bueno – el hombre pasó una
pierna por encima del escaño, y quedó sentado frente mismo a la vieja, con las
rodillas casi tocándose –. ¿Cuánto te
debo, madre?
– Nada – dijo la vieja.
– Oh – dijo el hombre, con suave
sorpresa –. No ha de ser así.
– No, nada, señor mío – volvió a decir
la vieja. Ya se había armado el rodete, y ahora lo sustentaba con las
horquillas que recogía del regazo.
– Pero había de ser que – protestó el
hombre –. No es capaz, que tanto hayas
trabajado y penado por mí de balde.
– Nada, ya le digo – porfió la vieja –.
Demasiado zoncería.
– Entonces yo voy a darte alguna
zoncerilla también – el hombre hurgó en su bolsiquera.
La vieja le tocó el brazo. De golpe, su voz se volvió vacía.
– Mire, hijo. ¿Para qué quiero nada
más, si anteanoche se llevaron todo lo poco que tenía?
– ¿Quiénes? – la mirada del hombre se
puso grave.
– No sé -. Llegaron en mitad de la noche, entre muchos,
pero uno solo con linterna. Me amenazaron.
– Bárbaro – dijo el hombre –. ¿Pero es
cierto?
– Sí, y me quedé en el catre temblando
y tiritando de miedo, entretanto ellos se llevaron todo – la vieja miró un
rincón desierto –. Mi baúl con mi ropilla, y después mi azada, y mi machete, y
mi lámpara también. Y esa lámpara es lo que más siento.
– ¿Qué clase de lámpara?
– Una nueva, hermosa que acababa de
comprar – los viejos ojos le relumbraron como al perdido fulgor –. Con su bronce dorado – hubo un silencio
–. Y el pueblo está lejos de aquí y la
vela es cara, y encima está escasa por ahora.
– Pero qué bandidos – dijo el hombre
con voz impersonal –, bandidos.
– Pero la revolución ya terminó,
¿verdad?
– Hace un mes – dijo el hombre.
– ¿Y cómo entonces siguen perjudicando
y jugando por los pobres?
– ¿Y ésos que vinieron, eran montoneros
o las fuerzas?
– Yo no sé de Ésos. Pero malicio que
fueron mis vecinos. De aquí media legua hacia el Este, detrás de la isla Yryvukehá, está el puesto de los
Cuéllar, una gente mala sin segundo. Y
un poquito más allá anda el Agüistín Segovia, otro también. Y después, ya más allá, en el mismo labio del
monte, tiene su chacra Solano Chamorro, un arriero de laya fea en el
mundo. Se dice por ahí que yo tengo
plata, y quién sabe si por eso.
El hombre se puso de pie.
–
Y bueno – dijo con toda seriedad
–, tengo que pagar lo que debo. Me voy a ver si consigo topar lo que te
sacaron. Puede ser.
– ¿Dónde? – dijo la vieja.
– Voy a pegar una vuelta por ahí. Puede
ser que preguntando, preguntando, por allí donde me dijiste, encuentre alguna
cosa.
El hombre alto se movió.
– Y lo que quiere hacer, tiene que
hacer – dijo la vieja –. ¿Va a tomar tereré antes, verdad?
– No. Es bueno que vaya inmediatamente.
Hasta ese momento, habían conversado en
guaraní. Ahora, desde la puerta, el hombre habló en castellano:
– He de conseguir tus cosas – su voz
graveó sobre ella, solemne y como fatal –.
Lo que te quitaron.
La mujer no entendía español, pero
asintió en silencio.
Ensilló rápidamente y montó enseguida.
Ahora el Norte estaba más arriba, sobre los árboles. La vieja metió en la grupa del lado de montar
el tasajo y la mandioca que le había dispuesto para su matula.
El ruano cabeceó vivamente. La vieja aseguró los tientos.
– Muchas gracias – dijo el arribeño.
La pesada y dura luz de la siesta
recortó el rostro con su extraño aire ausente, su antigua fatiga, su bondad
entera y morena.
La vieja rozaba la pierna izquierda del
jinete. De repente, se le antojó inmenso el caballo y vertiginoso el hombre y
retrocedió tres pasos, porque todo el cielo descolorido se achicaba para caer
como un rayo sobre su misma cabeza. Entonces supo que él era omnipotente o
mágico, y su garganta se anegó de gratitud.
– Hasta luego– dijo el hombre. El ruano giró.
– Hasta luego – dijo la vieja.
Hacia un rato que había entrado el sol
cuando volvió. Ya en el alto cielo, el viento Norte deshacía las ligeras nubes
de octubre.
La dueña del rancho no le oyó llegar.
– La vieja – su llamado era profundo y
despacio.
Ella asomó al galpón y lo vio en la
pequeña explanada, solo jinete del crepúsculo, firme la mano que sostenía la
rienda, en tanto la derecha cargaba un atado de ropa y una lámpara dorada.
– Me parece que estas son tus cosas.
La vieja se acercó. La mano descendió
hasta las suyas.
El ruano dio un respingo.
– Cuidado el tubo – dijo el hombre.
– Eeh. Y es. Es mi lámpara. Y mi
vestido colorado también. Y mi enagua. Más que muchas gracias solamente. Le
agradezco tanto, señor mío. Pero le
agradezco tanto, cómo voy a decirle – la vieja plañía, como si su
agradecimiento fuera una lamentación.
– Bueno, madre… bueno.
Con la última luz, ella pudo notarle
todavía el aire transitorio y remoto, la fatiga sin tiempo y la bondad
invulnerable.
Pero él volvió el torso, inclinándose
hacia la grupa del lado del lazo. Después de un momento, con la cara oculta,
dijo:
– Y éste creo que es el que te robó –
el torso se enderezó, el brazo describió una parábola violenta, y delante de la
vieja fue a caer una cabeza humana. Quedó de costado, con la mejilla izquierda
pegada al suelo. Un solo ojo blanco, abierto, parecía mirar vagamente.
Del hoyo del cuello rebrotó la sangre,
más negra que la tierra o la sombra, formando un cuajo a los pies de la mujer.
Un tirón ya invisible de las riendas y
el jinete, al lento tranco de su montado, se dirigió hacia la tranquera, hacia
el sur.
El ojo muerto resplandecía.
Entonces, la vieja principió a gritar.
Pero los gritos se elevaron sin
respuesta para siempre, mientras al paso del ruano que ya era como zaino
tapado, el arribeño se sumergía poco a poco en la noche creciente, como si los
gritos y el hombre y su caballo no fueran más que viento norte o sueño.
Carlos Villagra Marsal
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario