Aprobación del Pabellón y Escudo Nacional en el Tercer Congreso reunido en el templo de la Encarnación el 25 de noviembre de 1842, bajo la presidencia de don Carlos Antonio López.
Óleo sobre lienzo de Guillermo Ketterer pintado en 1957.

miércoles, 15 de febrero de 2017

ARRIBEÑO DEL NORTE


Lo que haya – dijo el hombre – Cualquier cosa.

Cabalgaba a plomo, pero echándose un poco atrás de la cruz de su montado, como los chaqueños.

– No – dijo la vieja.

– Cualquier mandioca hervida – insistió el jinete con paciencia, señalando el mandiocal mezquino.

– No – repitió la vieja.  Un temor como reciente trababa su voz – No tengo nada. Soy muy pobre – agregó mirando a sus espaldas, como si quisiera convencer al extraño indicándole el rancho ruinoso, o como si se moviera para huir de una vez.

– Pero algo has de tener, señora  – el arribeño hablaba suavemente, con fatiga, con bondad.

Había  llegado en un ruano de gran alzada casi al mediodía, cuando el Norte es bajo, sólo al nivel de un hombre a caballo, y sopla con su máxima fuerza.

La dueña del rancho lo vio en el momento que abría sin desmontarse la única tranquera, que daba al Sur.  Salió a su encuentro en la limpiada. Él le había pedido algo de comer, y ahora estaban allí, inmóviles en el insoportable reverbero, el hombre un poco lejano todavía, alto y cansado en su ruano, y la vieja mujer como sin motivo, temerosa y enjuta, con el ruedo del vestido arrastrándose por la polvareda quemante, mientras el Norte se liaba y desenliaba en sus cuerpos y en la mata de los árboles bandeaba implacable la plantación canija y seguía royendo sin sosiego la tierra oscura.

– ¿De dónde viene? – la vieja encogió los ojos al mirarlo, como un gnomo astuto bajo el sol.

– De lejos – el brazo extendido del hombre se vinculó con un punto en las islerías azules  – De allá. Del Norte – el viento tallaba su lento rostro detenido entre el cielo y la tierra.

A la vieja le pareció entonces que él no era sino criatura del viento Norte resonante y lejano, traída en el viento asoleado para un destino cuyas secretas secuencias nadie (y él menos todavía) podría desbaratar.

Comenzó a pasarla el miedo, extrañamente.

– Puedo ir a ver si mis gallinas pusieron – dijo por último, y añadió como preguntando – puedo hacerle un estrellado.

– Y está lindo – contestó el hombre – Ya vale demasiado.

El ruano resopló largamente. Como si fuera una señal, el forastero desencogió las piernas y se puso cómodo sobre el apero, con una leve rotación de las caderas.  La mujer se dio cuenta de que ese exiguo movimiento era el primer respiro que el hombre se daba en mucho tiempo, el pequeño descanso verdadero en quién sabe cuántos días con sus noches de marcha alerta y desolada.

– Y llegue pues entonces, señor mío – en el lugar del miedo había compasión.

El hombre desensilló en silencio bajo un laurel canela como de ocho años.  Cuando sacó la jerga, del cuadrado húmedo y negro en el lomo del animal se evaporó el sudor en volutas verdosas. El olor penetrante mató al de la sombra limpia y al refrescante aroma de las hojas verdioscuras en tanto el arribeño ataba corto al ruano, con el cabestro, por el tronco todavía liso y delgado.

Luego se curvó con el peso de los arreos y se encaminó sin prisa hacia el rancho.  La vieja le esperaba casi bajo el solero: otra vez más se enfrentaron sus figuras sin sombra, siempre con el viento Norte llenándoles interminablemente la hueca de los oídos, levantando desde sus pies hasta el horizonte pilares de humo elemental.

– Es caliente el calor – dijo ella.

– Es caliente – confirmó el arribeño.

– Ponga allí sus calchas, señor mío, por el atraviesa – dijo la vieja.

Tendido en el catre de trama, el hombre pensaba. Su mirada erró por el declive del techo comido por los bichos, por las destruidas paredes francesas; por todas partes, el estaqueo desnudo marcaba los sitios donde el lodo rojizo se había desprendido; las manchas de luz encandilaban más que la del ventanuco y un polvo brilloso se agitaba, colmando la penumbra. Arrimada a la tapia, una mesa vencida, cubierta por una palla marrón de suciedad y de tiempo, soportaba un nicho de madera repleto de imágenes. Distinguió un crucifijo, la Virgen de Dolores, una estampa grande del Corazón de Jesús, Santa Librada y dos florerillos con flores de papel.  En el candelero de barro, frente al nicho, la vela se había acabado. Fuera del catre y una frazada raída, en el cuarto no había nada más. La vieja trajinaba en el cobertizo.  De pronto, oyó el chirrido de algo fritándose en la paila, y el tufillo acre de la grasa de vaca llegó hasta él.  El hombre cerró los ojos.

Al cabo de un momento la vieja lo llamó:

– Venga que, señor mío. Ya está toda la comida.

– Mejor que coma aquí – el arribeño se incorporó –. Norte está duro, y entra demasiado resol en el galpón.

– Y como le gusta nomás – dijo la vieja.

– Entonces él trajo de afuera un banco largo y angosto. Entró la mujer con lo que le había preparado, un champurreado de charque y huevos.  El hombre se sentó a horcajadas en el banco, colocó ante sí el plato enlozado y empezó.

La vieja se puso en la misma orilla de la cama y se soltó el rodete.

– Gran cosa es el hambre – dijo el hombre después de una pausa –.  Se me ocurre que estoy convirtiéndome en otro – aseguró.

La vieja iba poniendo con atención las horquillas en su regazo.

– Este charque no está bien hecho del todo – dijo –.  Ha de estar un poco pasado.

– A mí me gusta la carne azul – repuso él.

Tajaba la mandioca y los trozos grandes de cecina con su propio cuchillo, de hondo y acanalado acero de yatagán y mango de metal esmaltado.

– Cuando venía quise mariscar –  manifestó, removiendo con la punta de la cuchara un pedazo duro de yema. Al fin, agregó como disculpándose –: pero cuando se anda con apuro no se puede.

¿Le persiguen? La vieja se pasaba por las crenchas un peine fino de cuerno.

– Y además ya hacen dos días que mi recortado se descompuso completamente, y lo tiré – dijo el hombre para sí. Dejó de comer y le dijo, mirándole a los ojos –: Nunca podemos saber del todo lo que nos pasa.

Y siguió comiendo, agachado como un apacible animal, grande y hambriento.

La cuchara y el peine subían y bajaban, bajaban y subían, pausadamente pero sin tregua, con movimientos que parecieron concertados: el hombre empujó su plato vacío en el mismo instante en que la vieja empezaba a trenzarse de nuevo el pelo grisáceo.

Luego el hombre limpió cuidadosamente la hoja por los bordes del banco y envainó.  La vieja nota que guardaba el facón adelante, a la izquierda, y con la empuñadura hacia abajo.

– ¿Está satisfecho?

– De ley – el hombre se tocó la faja.

Todo el tiempo, la mujer lo estaba observando a su gusto. Tenía un buen porte; aun sentado era alto, grande y huesudo: su figura llenaba casi la pieza estrecha, y sin embargo tenía un aire lejano, como si siempre estuviera de paso, o como si jamás llegara del todo a ninguna parte.  Por lo demás, un cansancio tan viejo que ya era casi abstracto exaltaba sus pómulos y ardía en silencio por sus sienes, mientras la tranquila bondad habitaba su rostro tan naturalmente como su color moreno.

– Está lo bueno – el hombre pasó una pierna por encima del escaño, y quedó sentado frente mismo a la vieja, con las rodillas casi tocándose –.  ¿Cuánto te debo, madre?

– Nada – dijo la vieja.

– Oh – dijo el hombre, con suave sorpresa –. No ha de ser así.

– No, nada, señor mío – volvió a decir la vieja. Ya se había armado el rodete, y ahora lo sustentaba con las horquillas que recogía del regazo.

– Pero había de ser que – protestó el hombre –.  No es capaz, que tanto hayas trabajado y penado por mí de balde.

– Nada, ya le digo – porfió la vieja –. Demasiado zoncería.

– Entonces yo voy a darte alguna zoncerilla también – el hombre hurgó en su bolsiquera.

La vieja le tocó el brazo.  De golpe, su voz se volvió vacía.

– Mire, hijo. ¿Para qué quiero nada más, si anteanoche se llevaron todo lo poco que tenía?

– ¿Quiénes? – la mirada del hombre se puso grave.

– No sé -.  Llegaron en mitad de la noche, entre muchos, pero uno solo con linterna. Me amenazaron.

– Bárbaro – dijo el hombre –. ¿Pero es cierto?

– Sí, y me quedé en el catre temblando y tiritando de miedo, entretanto ellos se llevaron todo – la vieja miró un rincón desierto –. Mi baúl con mi ropilla, y después mi azada, y mi machete, y mi lámpara también. Y esa lámpara es lo que más siento.

– ¿Qué clase de lámpara?

– Una nueva, hermosa que acababa de comprar – los viejos ojos le relumbraron como al perdido fulgor –.  Con su bronce dorado – hubo un silencio –.  Y el pueblo está lejos de aquí y la vela es cara, y encima está escasa por ahora.

– Pero qué bandidos – dijo el hombre con voz impersonal –, bandidos.

– Pero la revolución ya terminó, ¿verdad?

– Hace un mes – dijo el hombre.

– ¿Y cómo entonces siguen perjudicando y jugando por los pobres?

– ¿Y ésos que vinieron, eran montoneros o las fuerzas?

– Yo no sé de Ésos. Pero malicio que fueron mis vecinos. De aquí media legua hacia el Este, detrás de la isla Yryvukehá, está el puesto de los Cuéllar, una gente mala sin segundo.  Y un poquito más allá anda el Agüistín Segovia, otro también.  Y después, ya más allá, en el mismo labio del monte, tiene su chacra Solano Chamorro, un arriero de laya fea en el mundo.  Se dice por ahí que yo tengo plata, y quién sabe si por eso.

El hombre se puso de pie.

–  Y bueno – dijo con  toda seriedad –, tengo que pagar lo que debo. Me voy a ver si consigo topar lo que te sacaron. Puede ser.

– ¿Dónde? – dijo la vieja.

– Voy a pegar una vuelta por ahí. Puede ser que preguntando, preguntando, por allí donde me dijiste, encuentre alguna cosa.

El hombre alto se movió.

– Y lo que quiere hacer, tiene que hacer – dijo la vieja –.  ¿Va a tomar tereré antes, verdad?

– No. Es bueno que vaya inmediatamente.

Hasta ese momento, habían conversado en guaraní. Ahora, desde la puerta, el hombre habló en castellano:

– He de conseguir tus cosas – su voz graveó sobre ella, solemne y como fatal –.  Lo que te quitaron.

La mujer no entendía español, pero asintió en silencio.

Ensilló rápidamente y montó enseguida. Ahora el Norte estaba más arriba, sobre los árboles.  La vieja metió en la grupa del lado de montar el tasajo y la mandioca que le había dispuesto para su matula.

El ruano cabeceó vivamente.  La vieja aseguró los tientos.

– Muchas gracias – dijo el arribeño.

La pesada y dura luz de la siesta recortó el rostro con su extraño aire ausente, su antigua fatiga, su bondad entera y morena.

La vieja rozaba la pierna izquierda del jinete. De repente, se le antojó inmenso el caballo y vertiginoso el hombre y retrocedió tres pasos, porque todo el cielo descolorido se achicaba para caer como un rayo sobre su misma cabeza. Entonces supo que él era omnipotente o mágico, y su garganta se anegó de gratitud.

– Hasta luego– dijo el hombre.  El ruano giró.

– Hasta luego – dijo la vieja.

Hacia un rato que había entrado el sol cuando volvió. Ya en el alto cielo, el viento Norte deshacía las ligeras nubes de octubre.

La dueña del rancho no le oyó llegar.

– La vieja – su llamado era profundo y despacio.

Ella asomó al galpón y lo vio en la pequeña explanada, solo jinete del crepúsculo, firme la mano que sostenía la rienda, en tanto la derecha cargaba un atado de ropa y una lámpara dorada.

– Me parece que estas son tus cosas.

La vieja se acercó. La mano descendió hasta las suyas.

El ruano dio un respingo.

– Cuidado el tubo – dijo el hombre.

– Eeh. Y es. Es mi lámpara. Y mi vestido colorado también. Y mi enagua. Más que muchas gracias solamente. Le agradezco tanto, señor mío.  Pero le agradezco tanto, cómo voy a decirle – la vieja plañía, como si su agradecimiento fuera una lamentación.

– Bueno, madre… bueno.

Con la última luz, ella pudo notarle todavía el aire transitorio y remoto, la fatiga sin tiempo y la bondad invulnerable.

Pero él volvió el torso, inclinándose hacia la grupa del lado del lazo. Después de un momento, con la cara oculta, dijo:

– Y éste creo que es el que te robó – el torso se enderezó, el brazo describió una parábola violenta, y delante de la vieja fue a caer una cabeza humana. Quedó de costado, con la mejilla izquierda pegada al suelo. Un solo ojo blanco, abierto, parecía mirar vagamente.

Del hoyo del cuello rebrotó la sangre, más negra que la tierra o la sombra, formando un cuajo a los pies de la mujer.

Un tirón ya invisible de las riendas y el jinete, al lento tranco de su montado, se dirigió hacia la tranquera, hacia el sur.

El ojo muerto resplandecía.

Entonces, la vieja principió a gritar.

Pero los gritos se elevaron sin respuesta para siempre, mientras al paso del ruano que ya era como zaino tapado, el arribeño se sumergía poco a poco en la noche creciente, como si los gritos y el hombre y su caballo no fueran más que viento norte o sueño.

Carlos Villagra Marsal

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