martes, 23 de julio de 2019
Comentario sobre la obra “El mundo sigue” de Merardo José Benítez González
Merardo Benítez
es un escritor que siempre sorprende y para confirmarlo, precisamente, nos
demuestra con este libro que nunca dejó de sorprender con sus actos a propios y
extraños desde su más tierna infancia. No cabe dudas de que fue un niño
travieso, pensante y creativo, pero también valiente y temerario. Siempre nos
ha brindado buena literatura pero esta vez se aparta de la narrativa de ficción
para acercarse a la historiografía; sí, a la ciencia histórica y en especial a
una rama de la historia virtualmente no cultivada en el Paraguay: la historia social.
Es
conocido por todos que la historia del Paraguay se circunscribe a la de sus
desgraciadas guerras, de sus mediocres y anárquicos gobiernos y de las vidas
poco encomiables de sus gobernantes. En
suma, la historia del Paraguay no es más que la de su turbulenta historia
política. Nunca fue incluido el pueblo, la sociedad civil, en esa historia. El
pueblo llano fue siempre autor y actor mudo en la historia paraguaya, a tal punto
que hoy no sabemos cómo fue la vida de esta sociedad nacional en los años
anteriores. Nadie se ocupó de narrarnos cómo fueron las costumbres, los usos,
el modo de vida y de relacionamiento social en las épocas pasadas; y que conste
que ese debió ser el marco de la historia oficial, de la historia política.
Después de nadie y de la nada, ahora
tenemos un autor que, aparentemente sin haberse propuesto tal cosa
puntualmente, nos da a conocer una veta esencial de la historia social del
Paraguay: la vida de un niño, de una familia, de un pueblo del interior y de la
forma de funcionamiento de éstos protagonistas dentro de un régimen político
despótico y cruel.
Las características del niño
protagonista ya la tenemos señalada. La familia es de aquellas que nunca fueron
aludidas por historiadores ni sociólogos: la familia pueblerina o “pueblera”
como decimos aquí; aquella que no es citadina ni campesina, dicotomía falsa -
dicho sea de paso - en las variables sociológicas, porque entre ambas ha estado
siempre como una cuña, intermediando, la clase pueblerina, interiorana, que no
se identifica con la cultura campesina ni con la citadina, aun cuando tiende y
pretende asumir una cultura urbana. Esta clase social tiene una actitud
ambivalente. En efecto, cuando entra en relación con los campesinos les hace notar
la diferencia de estatus sociocultural, pero cuando se relaciona con los
referentes de la capital se reconoce campesina, habla en nombre de los
campesinos y asume su liderazgo político. Debido a esta actitud es de posición
complicada; pero precisamente por eso le deben dedicar estudios importantes y
puntuales la sociología y la historia social. No obstante, a ellos se les
adelantará como siempre el poeta, el narrador de ficciones, la penetrante observación del literato; y en eso
estamos.
Estamos en el pueblo de San Pedro
del Paraná, en el Departamento de Itapúa, en la casa de la familia
Benítez-González, mirando a un niño de 7 años que nos llevará a la olería de
don Lucio Benítez, en la periferia del pueblo. Esta familia vive de lo que
produce esa olería y también con ello se pagan los estudios de todos los hijos
del matrimonio, que son 12. Estos parámetros son de oro para las observaciones
sociológicas. Alguien ha dicho que pierden su tiempo los que van a estudiar
economía en las universidades de Harvard o de Lovaina, en vez de realizar una
minuciosa observación del manejo de sus recursos que hace un obrero que gana el
salario mínimo vital y con ello debe alimentar, vestir, educar y cuidar la
salud de 5 hijos. No cabe dudas de que ese obrero es un genio de la economía y
como tal tenemos mucho que aprender de él.
Dejamos la olería poco antes de que
llegara hasta allí la caravana de vehículos “policiales” en busca de Nino
Benítez, uno de los hijos de don Lucio, “delincuente político” que acaba de
aceptar el cargo de presidente de la juventud liberal por votación popular de
sus iguales. Por eso no vimos la tortura de que fue objeto Nino en presencia de
su padre y de su hermanito de 7 años en su lugar de trabajo, donde se hallaba
cortando adobe. Solo supimos que desde allí fue arrastrado, llevado a
Encarnación y luego a la capital donde sufrió mayores torturas aun en las
mazmorras del régimen dictatorial. El dirigente liberal fue acusado de
“comunista”, rótulo suficiente para perder el derecho a la vida bajo la
dictadura de Alfredo Stroessner, el más execrable de los dictadores que tuvo el
Paraguay.
Tampoco estuvimos en San Pedro
cuando el Intendente Municipal de triste memoria, Ranulfo Galeano, arrebató de
las manos de don Lucio la olería con el pretexto de que adeudaba impuestos
municipales y dejó a toda su familia sin sustento diario, habiendo sido aquella
olería la única fuente de ingresos de la numerosa familia. Las represiones
políticas a cargo de la que se hacía llamar “institución policial” y las
económicas a cargo de las autoridades administrativas, fueron mecanismos de sostenimiento
de la dictadura. La policía se dedicó en forma exclusiva a perseguir a los
disidentes políticos de todos los colores, tratando de acallar todo activismo
político democrático; mientras los Intendentes
y otras autoridades administrativas se dedicaron a boicotear hasta
quebrar las unidades productivas de los disidentes. Fue un régimen singularmente perverso.
Lastimosamente ya hemos salido de
San Pedro cuando llegó el Delegado de Gobierno a presidir esa Junta General de
vecinos donde luego de escarnecer al Intendente Galeano, lo destituye, dándole
una “baja desonrosa” en nombre del dictador. Yo no sabía – a pesar de haber
atravesado los 35 años de aquel régimen perverso – que los secuaces de
Stroessner usaron esos procedimientos, pero no me extraña, las dictaduras hacen
por mantenerse en el poder y por congraciarse con el pueblo llano, sin
intermediarios; de allí la casta de hijos de la dictadura caidos en desgracia
política, los réprobos; y San Pedro tuvo al principal de ellos, no solamente el
Intendente Galeano. Tampoco sabía que en ocasiones hacía sentir su justicia,
como en el caso de la devolución de su olería a don Lucio; pero lo doy como
verdad porque Merardo no nos puede mentir.
Todo esto es muy importante pero lo
más importante en este libro es la fresca pincelada sobre el modo de vida, de
convivencia, de funcionamiento de la sociedad civil en ese marco político. El
protagonismo de la iglesia católica en defensa de los derechos elementales de
los ciudadanos; el valor de la “cultura de tribu” que mantiene el pueblo
paraguayo; el valor de la solidaridad, de la piedad, de la fe religiosa, de la
amistad y otros factores, tales como la válvula de escape que constituye la
emigración, el exilio político y económico.
Volveríamos a caer en lo mismo, es
decir, haciendo historia de los gobiernos y no historia social si le diéramos
importancia mayor al tema hasta aquí abordado. Por ello volvemos la mirada de
nuevo a la sociedad civil; los regímenes políticos pasan, dejando secuelas
naturalmente, pero pasan. Las dictaduras tampoco son eternas por más que así
parezcan en su momento. No hay régimen que dura cien años, al final caen y como
dice en cada página de este libro su autor: El mundo sigue. Sin embargo los
pueblos permanecen. Lo único permanente es el pueblo y para más parece
indiferente a sus regímenes políticos. Por más duro que sea el régimen el
pueblo no pierde su condición de soberano, no se arredra, no se rinde, no
pierde el humor, la alegría, la capacidad productiva y constructiva ni su
capacidad de soñar; y de eso trata este libro tan ameno; de las inventivas, de
las luchas individuales de cada persona, de sus sueños, de su estrategia de
sobrevivencia.
Lo único que le debo reprochar a
Merardo – a quien considero mi discípulo sin que él lo sepa ni lo acepte – es
que no nos dice a cada rato, en cada página, como yo lo haría, que todos esos deslumbrantes episodios, cargados
de vida, han sido vividos en lengua guaraní; y que todo cuanto él nos transmite
a través de este libro ha sido traducido al castellano. Estoy más que seguro
que la familia Benítez-González y el pueblo de San Pedro del Paraná vivieron
estos episodios en guaraní. Lo prueba el rescate de nombres de personas y
lugares, de los apellidos de los paraguayos viejos, los apodos pintorescos, los
motes, los marcantes, etc. Todo aporta a una estampa nunca pintada en el
Paraguay y que solo la asombrosa memoria de Merardo los puede rescatar del
eterno olvido.
Vayan pues mis más sinceras
felicitaciones al autor, al pueblo que lo acunó, a su larga familia, porque
todos contribuyen en la producción de este libro singular, unos de los primeros
que narra la historia social del Paraguay y lo hace con gracia, con ingenio y
siempre ceñida a una penetrante, dura y traslúcida realidad.-
Tadeo
Zarratea
Setiembre
de 2018
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