Aprobación del Pabellón y Escudo Nacional en el Tercer Congreso reunido en el templo de la Encarnación el 25 de noviembre de 1842, bajo la presidencia de don Carlos Antonio López.
Óleo sobre lienzo de Guillermo Ketterer pintado en 1957.

martes, 23 de julio de 2019

Comentario sobre la obra “El mundo sigue” de Merardo José Benítez González


Merardo Benítez es un escritor que siempre sorprende y para confirmarlo, precisamente, nos demuestra con este libro que nunca dejó de sorprender con sus actos a propios y extraños desde su más tierna infancia. No cabe dudas de que fue un niño travieso, pensante y creativo, pero también valiente y temerario. Siempre nos ha brindado buena literatura pero esta vez se aparta de la narrativa de ficción para acercarse a la historiografía; sí, a la ciencia histórica y en especial a una rama de la historia virtualmente no cultivada en el  Paraguay: la historia social.
Es conocido por todos que la historia del Paraguay se circunscribe a la de sus desgraciadas guerras, de sus mediocres y anárquicos gobiernos y de las vidas poco encomiables de sus  gobernantes. En suma, la historia del Paraguay no es más que la de su turbulenta historia política. Nunca fue incluido el pueblo, la sociedad civil, en esa historia. El pueblo llano fue siempre autor y actor mudo en la historia paraguaya, a tal punto que hoy no sabemos cómo fue la vida de esta sociedad nacional en los años anteriores. Nadie se ocupó de narrarnos cómo fueron las costumbres, los usos, el modo de vida y de relacionamiento social en las épocas pasadas; y que conste que ese debió ser el marco de la historia oficial, de la historia política.
            Después de nadie y de la nada, ahora tenemos un autor que, aparentemente sin haberse propuesto tal cosa puntualmente, nos da a conocer una veta esencial de la historia social del Paraguay: la vida de un niño, de una familia, de un pueblo del interior y de la forma de funcionamiento de éstos protagonistas dentro de un régimen político despótico y cruel.
            Las características del niño protagonista ya la tenemos señalada. La familia es de aquellas que nunca fueron aludidas por historiadores ni sociólogos: la familia pueblerina o “pueblera” como decimos aquí; aquella que no es citadina ni campesina, dicotomía falsa - dicho sea de paso - en las variables sociológicas, porque entre ambas ha estado siempre como una cuña, intermediando, la clase pueblerina, interiorana, que no se identifica con la cultura campesina ni con la citadina, aun cuando tiende y pretende asumir una cultura urbana. Esta clase social tiene una actitud ambivalente. En efecto, cuando entra en relación con los campesinos les hace notar la diferencia de estatus sociocultural, pero cuando se relaciona con los referentes de la capital se reconoce campesina, habla en nombre de los campesinos y asume su liderazgo político. Debido a esta actitud es de posición complicada; pero precisamente por eso le deben dedicar estudios importantes y puntuales la sociología y la historia social. No obstante, a ellos se les adelantará como siempre el poeta, el narrador de ficciones, la  penetrante observación del literato; y en eso estamos.
            Estamos en el pueblo de San Pedro del Paraná, en el Departamento de Itapúa, en la casa de la familia Benítez-González, mirando a un niño de 7 años que nos llevará a la olería de don Lucio Benítez, en la periferia del pueblo. Esta familia vive de lo que produce esa olería y también con ello se pagan los estudios de todos los hijos del matrimonio, que son 12. Estos parámetros son de oro para las observaciones sociológicas. Alguien ha dicho que pierden su tiempo los que van a estudiar economía en las universidades de Harvard o de Lovaina, en vez de realizar una minuciosa observación del manejo de sus recursos que hace un obrero que gana el salario mínimo vital y con ello debe alimentar, vestir, educar y cuidar la salud de 5 hijos. No cabe dudas de que ese obrero es un genio de la economía y como tal tenemos mucho que aprender de él.
            Dejamos la olería poco antes de que llegara hasta allí la caravana de vehículos “policiales” en busca de Nino Benítez, uno de los hijos de don Lucio, “delincuente político” que acaba de aceptar el cargo de presidente de la juventud liberal por votación popular de sus iguales. Por eso no vimos la tortura de que fue objeto Nino en presencia de su padre y de su hermanito de 7 años en su lugar de trabajo, donde se hallaba cortando adobe. Solo supimos que desde allí fue arrastrado, llevado a Encarnación y luego a la capital donde sufrió mayores torturas aun en las mazmorras del régimen dictatorial. El dirigente liberal fue acusado de “comunista”, rótulo suficiente para perder el derecho a la vida bajo la dictadura de Alfredo Stroessner, el más execrable de los dictadores que tuvo el Paraguay.
            Tampoco estuvimos en San Pedro cuando el Intendente Municipal de triste memoria, Ranulfo Galeano, arrebató de las manos de don Lucio la olería con el pretexto de que adeudaba impuestos municipales y dejó a toda su familia sin sustento diario, habiendo sido aquella olería la única fuente de ingresos de la numerosa familia. Las represiones políticas a cargo de la que se hacía llamar “institución policial” y las económicas a cargo de las autoridades administrativas, fueron mecanismos de sostenimiento de la dictadura. La policía se dedicó en forma exclusiva a perseguir a los disidentes políticos de todos los colores, tratando de acallar todo activismo político democrático; mientras los Intendentes  y otras autoridades administrativas se dedicaron a boicotear hasta quebrar las unidades productivas de los disidentes. Fue un régimen  singularmente perverso.
            Lastimosamente ya hemos salido de San Pedro cuando llegó el Delegado de Gobierno a presidir esa Junta General de vecinos donde luego de escarnecer al Intendente Galeano, lo destituye, dándole una “baja desonrosa” en nombre del dictador. Yo no sabía – a pesar de haber atravesado los 35 años de aquel régimen perverso – que los secuaces de Stroessner usaron esos procedimientos, pero no me extraña, las dictaduras hacen por mantenerse en el poder y por congraciarse con el pueblo llano, sin intermediarios; de allí la casta de hijos de la dictadura caidos en desgracia política, los réprobos; y San Pedro tuvo al principal de ellos, no solamente el Intendente Galeano. Tampoco sabía que en ocasiones hacía sentir su justicia, como en el caso de la devolución de su olería a don Lucio; pero lo doy como verdad porque Merardo no nos puede mentir.
            Todo esto es muy importante pero lo más importante en este libro es la fresca pincelada sobre el modo de vida, de convivencia, de funcionamiento de la sociedad civil en ese marco político. El protagonismo de la iglesia católica en defensa de los derechos elementales de los ciudadanos; el valor de la “cultura de tribu” que mantiene el pueblo paraguayo; el valor de la solidaridad, de la piedad, de la fe religiosa, de la amistad y otros factores, tales como la válvula de escape que constituye la emigración, el exilio político y económico.
            Volveríamos a caer en lo mismo, es decir, haciendo historia de los gobiernos y no historia social si le diéramos importancia mayor al tema hasta aquí abordado. Por ello volvemos la mirada de nuevo a la sociedad civil; los regímenes políticos pasan, dejando secuelas naturalmente, pero pasan. Las dictaduras tampoco son eternas por más que así parezcan en su momento. No hay régimen que dura cien años, al final caen y como dice en cada página de este libro su autor: El mundo sigue. Sin embargo los pueblos permanecen. Lo único permanente es el pueblo y para más parece indiferente a sus regímenes políticos. Por más duro que sea el régimen el pueblo no pierde su condición de soberano, no se arredra, no se rinde, no pierde el humor, la alegría, la capacidad productiva y constructiva ni su capacidad de soñar; y de eso trata este libro tan ameno; de las inventivas, de las luchas individuales de cada persona, de sus sueños, de su estrategia de sobrevivencia.
            Lo único que le debo reprochar a Merardo – a quien considero mi discípulo sin que él lo sepa ni lo acepte – es que no nos dice a cada rato, en cada página, como yo lo haría,  que todos esos deslumbrantes episodios, cargados de vida, han sido vividos en lengua guaraní; y que todo cuanto él nos transmite a través de este libro ha sido traducido al castellano. Estoy más que seguro que la familia Benítez-González y el pueblo de San Pedro del Paraná vivieron estos episodios en guaraní. Lo prueba el rescate de nombres de personas y lugares, de los apellidos de los paraguayos viejos, los apodos pintorescos, los motes, los marcantes, etc. Todo aporta a una estampa nunca pintada en el Paraguay y que solo la asombrosa memoria de Merardo los puede rescatar del eterno olvido.
            Vayan pues mis más sinceras felicitaciones al autor, al pueblo que lo acunó, a su larga familia, porque todos contribuyen en la producción de este libro singular, unos de los primeros que narra la historia social del Paraguay y lo hace con gracia, con ingenio y siempre ceñida a una penetrante, dura y traslúcida realidad.-
                                                          Tadeo Zarratea
                                                        Setiembre de 2018  

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