sábado, 22 de octubre de 2016
Tan Tan y La’ýla
Por Tadeo Zarratea
¿Ustedes
suelen escuchar a la gente contar los casos de Lázaro Cardozo? Este es un señor de quien se cuentan muchas
cosas y en todas partes. Dicen que tenía
muchísima plata el viejo. Tenía muchos
campos de primera y tantas vacas que no se podía terminar de contar, pero era
tremendo el hombre; era muy riguroso y tacaño.
Amaba el dinero de mala manera.
Dicen que su estancia estaba ubicada entre Villarrica y Oviedo y después
de su muerte ese lugar heredó su nombre: “Sarokaro”,
porque así le llamaba la gente de habla guaraní, y él mismo usaba ese nombre
para darse importancia ante el personal de su estancia. Dicen que siempre
repetía: ¡No se olviden quién es Saro Caró… no le busquen, cuidado, cuidado!
Dicen
que ningún sirviente le reprochaba ni con la mirada; ni cuando les azotaba con
arreador. A toda su gente le tenía al
hilo y por eso mismo eran pocos los que le fallaban. Pero el doctor Mojoli me contó que una vez
llegó a fallar con él un capataz, de nombre Emeterio, al que le decían
“Meterio”. Le contaron que ese hombre se
equivocó muy grande. Cuentan que tenía
don Lázaro Cardozo una hija a la que le hacía trabajar en el campo a la par que
los hombres y ella tenía una hija de nombre Teresita. Dicen que solamente esa nieta conseguía, a
veces, ablandar a don Lázaro porque le mimaba mucho y hasta de malas
maneras. Esa nietita hacía cuanto quería
con su abuelo; él le compraba todas las
cosas que deseaba.
Así
andaban las cosas cuando en un 6 de enero don Lázaro viajó a Villarrica. Se subió a su sulky llevando mucha comida
para el viaje. El sulky iba tirado por
dos yuntas de caballos tordillos de largas crines y como acompañantes iban seis
jinetes armados, montados en poderosos caballos. En la ciudad realizó muchas compras y de
regreso le trajo a su nieta dos muñecas de loza; una de cutis blanco y la otra
totalmente negra. Y la niña quedó
encantada. Ya ni dormía la Teresita que andaba arrullando a sus dos
hijitas. El abuelo le llamó a la negra: Tan
Tan, porque era africana según él; y a la blanca le dio nombre Meterio,
el capataz de su abuelo, que le dijo a Teresita: “porque no le llamás a ésta
La’ýla, porque ésta, como toda rubia, es mandioca y agua, no tiene ninguna
gracia la pobrecita”.
Teresita
le lanzó una mirada de reproche pero la muñeca se quedó con ese nombre, y eso
que Meterio le dijo sólo por hacerle una broma. Ese capataz dicen que era una
criatura grande, demasiado noble y bondadoso; nunca decía ni hacía cosas malas.
Era manso como un viejo buey y muy servicial.
Cuentan
que luego, durante una larga siesta del verano, cuando el viejo dormía, Meterio
le dijo a la niña:
— Tienen las cabezas muy peladas
tus hijas, sin embargo ya son grandes; estas ya tienen que tener cabellos. ¿No querés que les ponga unos cabellos?.
— Sí quiero — le dijo la niña.
— Esperame — le dijo Meterio y salió, se fue.
Había sido que agarró un cojinillo (piel de oveja
lanuda) amarillo blancuzco, mullido y espumoso, y con una navaja cortó las
lanas de hacia abajo, sacó una buena puñada y trajo; le pidió a la cocinera que
le haga engrudo de almidón y comenzó a pegar la lana en la cabeza de
La’ýla. La cabellera quedó perfecta y tanto
que Teresita se puso a hacerle varias trenzas finas. La’ýla se convirtió en una
auténtica gringa, a punto de hablar inglés.
Después Meterio le pidió a la empleada anilina, mezcló con polvo de
carbón y tiñó la lana restante, secó al sol y al viento y después pegó en la
cabeza de Tan Tan. Le puso las lanas más
cortas y enruladas. Tan Tan se convirtió
en una auténtica negra brasileña. Cuando uno le mira da la impresión de que
está a punto de bailar la samba.
Una alegría incomparable se apoderó de la pequeña
niña. Bailaba, brincaba y saltaba de ansiedad porque demasiado ya quería que se
levante su abuelo para mostrarle cómo quedaron Tan Tan y La’ýla con sus nuevos
cabellos.
Por fin se levantó el viejo y para más de mal humor;
pidió que le prepararan su mate y ya nomás le dio un rebencazo a la machú por
ser despaciosa.
Llegó junto a él Teresita con sus dos muñecas y le
dijo:
— Mirá un poco abuelo, ya tienen cabellos.
El viejo agarró las muñecas y se puso a examinarlas dándoles
varias vueltas, palpó los cabellos
nuevos y le preguntó a la niña:
— ¿Quién hizo esto?
— Meterio hizo para mí — le dijo la criatura
— Andá llamale a Meterio — le dijo, y brincando salió
la niña.
Cuando Meterio se acercó junto a él le preguntó:
— ¿De dónde sacaste la lana para hacer estas cosas?
Al escuchar Meterio esa pregunta se dio cuenta de que
acababa de fallar con el patrón. Algo
frío se le subió desde abajo y sintió que le temblaban las piernas; pero no
tenía otro camino que revelar el origen de las lanas.
— Y… esto… saqué de uno de nuestros cojinillos; de
hacia abajo saqué patrón; no fue dañado — le dijo.
— Andá traé. Vamos a ver — le dijo.
Al ver en manos de Meterio el cojinillo se puso a
gritar en forma desaforada.
— ¡De mi cojinillo nuevo acaso sacaste, desgraciado!
¿Quién sos para estropear mis cosas? ¡Verdad que sos atrevido! ¡Viejo tuerto y
estúpido!
Cuentan que mucho tiempo después cuando Meterio
recordaba este caso y aquellas palabras del patrón, solía comentar: “Esa vez no
me dolió nada lo de estúpido ni lo de tuerto; esa palabra “viejo” fue lo que
más me molestó y no sé por qué”. Cuando
entonces él era ya un hombre entrado en años pero todavía fuerte y era verdad
que uno de sus ojos tenía defecto, tenía nubes, pero veía bien.
— ¡Adela! —gritó Saro Caró . —¡Adela! —
— ¿Qué pasa Lázaro? — dijo su esposa acercándose.
— Andá traéme mi amansalocos. Le voy a devolver su
juicio a este viejo de mierda
— ¿A quién te referís, Dios mío? — dijo doña Adela.
— Y a mí la señora, porque saqué lana de su cojinillo
para el juguete de esa criatura — salió diciendo Meterio.
— ¡Oh mi Dios!, pero entonces mi señor ya estás loco.
Tantos cojinillos que tenemos.
— ¡Pero este es mi cojinillo nuevo pues, el más lindo
de todos! Pero aparte de eso, qué podés entender vos mujer ignorante. Pasáme sí
ya el arreador.
— Pero por favor, dejame en paz — dijo la señora y
salió de allí.
— Por qué no te compro un cojinillo más lindo que éste
patrón; ahora entiendo que me equivoqué. Te pido que me perdones — le dijo
Meterio.
— ¡No señooorrr! Eso ni nunca. Andá. Haceme fuego en
ese horno y vení a llevar estas muñecas a quemar allí. Después agarrá tus
pilchas y andate. Pronto. Rápido. No quiero en mi casa empleado facultativo
como vos.
— ¿Por esta zoncera acaso me vas a echar patrón,
después de servirte 20 años?
— No me interesa ni 20 ni 40 años. No quiero escuchar
de tu boca nada. Salí de mi casa te digo, rápido, o querés que te mande preso
por causarme perjuicio. Eso es lo que te merecés.
Meterio hizo fuego en el horno mientras Teresita con
lágrimas en los ojos le rogaba a su abuelo que no queme las muñecas. “Le voy a
sacar nomás otra vez los cabellos abuelo”, le decía y se lamentaba
dolientemente. Atusaba los pelos de sus
muñecas, las abrazaba, las apretaba contra su pecho y derramaba lágrimas por
doquier. Pero al viejo no le entraba ni bala bendecida. Cuando el fuego del
horno se avivó lo suficiente, Meterio tiró adentro las dos muñecas y en ese
momento volvió a sentir, después de 40 años, que las lágrimas rodaban por su
cara; recordó que solo cuando murió su madre lloró de esa forma. Teresita
parecía entrar y salir en la boca del horno gritando: ¡Adiós mi Tan Tan, adiós
mi La’ýla!
Al levantarse Saro Caró de su perezosa sintió un mareo
y se cayó de cara. Se estrelló contra el suelo y se rompió todito la nariz y la
boca. Se fue lavándose la cara con sangre por los caminos de Villarrica; pero
no murió. Un tiempo después volvió pero con la cara llena de cicatrices. Teresita desde entonces nunca más le dirigió
la palabra a su abuelo. Y cuando las cosas se pusieron muy mal le agarró su
madre y le llevó a Asunción; le internó en el Colegio María Auxiliadora. Cuando salió de allí se casó, pero no pudo
tener hijos. Después de 10 años su marido empezó a preocuparse y recorrió con
ella los consultorios de los más diversos doctores. Por fin se topó con un
médico verdaderamente sabio que le dijo después de estudiar durante 6 meses el
caso de su esposa:
—No va a poder concebir tu señora porque había sido
que su abuelo mató delante de ella a sus dos primeras hijas.
Cuando el
marido comenzó a enojarse el psiquiatra le aclaró la situación, revelándole el
caso de Tan Tan y La’ýla.
-- Esto se llama trauma y no tiene remedio - le dijo.
— Eso no voy a creer — dijo el marido — Yo puedo
encontrar remedio paraguayo para eso. El fruto de tanto esfuerzo y trabajo no
he de dejar en manos de quienes no son mis descendientes.
Salió y se fue
a Sarokaro y allí, debajo de un
enorme lapacho mandó cavar dos tumbas y levantó sobre ellas dos panteones. En una cruz de mármol mandó grabar el nombre
de Tan
Tan y en la otra el nombre de La’ýla. Vino a Asunción a llevar a su esposa.
Contrató un sacerdote; hizo una gran comilona para todos los vecinos de Sarokaro. Rezaron mucho las viejas
santularias y lloró bastante doña Teresita. Luego de tres meses de proceder al
simbólico entierro de sus hijas, doña Teresita se embarazó.
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