Aprobación del Pabellón y Escudo Nacional en el Tercer Congreso reunido en el templo de la Encarnación el 25 de noviembre de 1842, bajo la presidencia de don Carlos Antonio López.
Óleo sobre lienzo de Guillermo Ketterer pintado en 1957.

lunes, 25 de julio de 2016

Una experiencia de vida. (Segunda parte)


En estos días recibí un correo electrónico que dice: “Estimado colega: Le escribo en relación con su publicación titulada: Una experiencia de vida, de la cual me ha dado antes noticia y ahora un comentario. Al principio sentí vergüenza, pero una vez más mi Maestro me apartó de ese camino y me hizo sentir dichosa. Leímos y analizamos bastante el relato. Primero nos asombró su extraordinaria fidelidad a los hechos que le he narrado hace de ello tanto tiempo. Usted tomó nota de todo o tiene una memoria asombrosa porque hasta a mí me sorprenden los detalles.

Estoy siempre aquí, en esta ciudad de (…) donde lo conocí a usted y siempre muy feliz junto a mi Maestro. Ahora él lo quiere conocer a usted; lo admira mucho y está orgulloso de ser protagonista de esta historia.  No se cansa de platicarme: “Creo que jamás nos hemos propuesto ser paradigmas para las personas que se atreven a trasgredir los convencionalismos socio-culturales para acceder a la felicidad”; y yo le replico: “Ha sido una proeza protagonizada por instinto, sin guía ni libreto”.

Usted convirtió nuestra historia de pareja en un maravilloso cuento que nos hace mirar al espejo y tomar conciencia de la enorme importancia del tema abordado; un tema universal, transversal a todas las épocas y a todas las sociedades humanas. No es un cuento cualquiera; desborda lo meramente literario y pasa a ser  de utilidad práctica para los lectores, en especial para los jóvenes, porque impulsa el avance del desarrollo humano hacia estadios superiores habitados por personas más felices que las de nuestro tiempo.  Nosotros nos sentimos muy honrados por ser los protagonistas, los actores en su obra. Por ello encargaremos por el medio pertinente que nuestra identidad sea revelada 50 años después de nuestro viaje definitivo. Pensamos que por aquella época nuestros descendientes ya no se avergonzarían de nuestra conducta; ya la podrían comprender y hasta valorar el coraje que hemos tenido para romper tantas barreras culturales que impiden la felicidad.

Sobre la receptividad del relato me dice en su e-mail que en su país ha causado bajo impacto en el público lector; que a poca gente le ha gustado; y eso es muy comprensible. La fuerza de la moral tradicional es más poderosa que las fuerzas del cambio. Es más fácil ser conservador que innovador. El conservadurismo es una postura cómoda y buena parte se halla afincada en el egoísmo. Poca gente se ocupa de la suerte o el destino miserable de los demás. ¿A quién le interesa la infelicidad de los otros? Tantas personas no tienen idea siquiera de la felicidad, se limitan a vegetar; otras la confunden con el bienestar económico o social y tampoco faltan los hipócritas, los simuladores de felicidad. Soy consciente de que este caso nuestro sólo gustará a unos pocos, pero también estoy segura de que esos pocos oficiarán de motores de los cambios para que la humanidad sea más feliz.

En cuanto a la posible apertura de las iglesias hacia este tema, en la que usted tiene esperanzas, para mí es una posibilidad bastante remota. Ellas tienen intereses que defender. Más vale presionar  a los Estados laicos, a los no involucrados con las religiones. Sólo los Estados libres pueden producir ciudadanos enteramente libres.

En cuanto a los cambios de parámetros o variables de la moral tradicional, creo que se vienen dando aunque muy lentamente. Debemos reconocer que en este punto se tiene un escollo; un condicionante poderoso que funciona como dique,  impidiendo la fluencia libre del desarrollo humano hacia la libertad personal y la felicidad; ese escollo es la posesión individual de los bienes materiales. Somos acumuladores de bienes por excelencia; cuando queremos algo, lo compramos y lo anexamos a nuestro patrimonio. De esta práctica dimana la cosificación de la persona humana con la consiguiente idea de apropiación de la persona amada; la extensión del derecho de propiedad sobre ella, la anulación de su libertad, su sometimiento y la resignación de ella ante lo irremediable. Ella termina renunciando a su propia felicidad y el hecho deja solo al “propietario”; así queda fulminada la pareja. La que sigue ya no será una relación de pareja, sino de otro tipo.

Felizmente la humanidad se encamina hacia una nueva forma de posesión de los bienes materiales: la propiedad social. El paquete de bienes compartidos va creciendo. En las sociedades más evolucionadas la gente tiene mayor cobertura social. La misma puede medirse con el porcentaje de los impuestos con que se graban las utilidades. Esto se evidencia mejor en las urbes. En ellas se comparten muchos bienes: el seguro social, la vivienda social, las subvenciones en transportes y alimentos, las cooperativas de ayuda mutua, los transportes colectivos que reemplazan a los móviles propios, y de muchas otras formas se mitiga nuestro individualismo. En el campo, todo tiene que ser propio; y quien nada tiene, padece mucho más. Esto explica, de paso, la sostenida e imparable migración del campo a la ciudad. Es posible que la creación de ese patrimonio social sea el aporte más valioso que entrega a los pueblos la vertiginosa urbanización registrada en el último siglo.

Para comprender mejor esto le invito a leer  un cuento de Fiódor Dostoyevski titulado: “El sueño de un hombre ridículo”. Es una obra en la cual el autor refiere  haber llegado a un país extraño donde encontró una sociedad muy evolucionada, donde la gente tiene resueltas todas las necesidades existenciales: las de subsistencia y las de convivencia; pero en la misma nadie tiene bienes propios acumulados;  todo está socializado, compartido, pero en forma muy diferente del modelo comunista, porque en aquella las relaciones humanas están basadas en la libertad, la igualdad, la justicia, la equidad, el auto control, el estricto respeto de los derechos del prójimo y la solidaridad plena. Es una gran metáfora creada por Dostoyevski. La obra que no tiene un protagonista; es el propio autor el que llega a ese país a través de un largo sueño que tuvo. Yo digo que él fue capaz de imaginar una sociedad enteramente diferente de la nuestra, en la cual se ha logrado el más alto grado de felicidad;  y habrá sido un sueño, pero es realizable.

Mi Maestro, que tiene estudios de Antropología, sostiene que Dostoievski se habría inspirado en las sociedades indígenas de nuestra América, en las que esa clase de convivencia se ha dado siempre y se da hoy día.  En estas culturas, que nosotros llamamos “primitivas” sin averiguar los siglos de acumulación cultural que llevan, se dan las relaciones sentimentales libres en estrecha relación con la no acumulación de bienes. Pero nosotros no averiguamos siquiera  las causas por las cuales han renunciado a la acumulación”.

Suspendo aquí la transcripción de la carta de mi colega para agregar algo de mi propia cosecha. Yo también tengo algunas lecturas de Antropología y Etnografía y tengo vivencia personal de la vida y la cultura de los indígenas, en especial de la de los guaraní. Por ello estoy en condiciones de  endosar estas afirmaciones, como si fueran mías; pero debo advertir que incurriríamos en grave error si imagináramos que en estas sociedades indígenas se ha colectivizado el sexo, porque de ninguna manera eso ocurre. En ellas la monogamia está instalada como sistema y se halla generalizada; los matrimonios son estables y permanentes, pero no existe presión social para el mantenimiento del matrimonio a costa de la infelicidad de uno de sus miembros; la práctica del sexo es normal y natural, no es ningún tabú; no es cosa prohibida ni algo que se debe ocultar;  la formación de la pareja se halla basada en la voluntad común y la permanencia en ella, también; hay plena libertad de unión y separación. Los integrantes de la pareja no sufren celos paranoicos ni graves traumas en los momentos de ruptura de las relaciones sentimentales. La concepción que tienen del amor es que es un sentimiento mutable y la mutación debe ser respetada y honrada, porque el amor es la única causa que justifica la vida en común. Si no hay amor, la pareja no se sostiene; fuera del amor, no hay nada que la justifique. El divorcio y el nuevo matrimonio pueden ser inmediatos.

Llevados por  estas convicciones y amparados en su sistema social, los indígenas rechazan el adulterio; algunos pueblos lo sancionan con pena de muerte porque  consideran que su perpetración es una perversidad  dentro de una sociedad en la cual todos los miembros son libres de formar y de cambiar de pareja. Cuando se produce un cambio de sentimientos afectivos ellos cambian de pareja con toda la normalidad debida para que todo siga normal en la comunidad. Tal vez el Maestro de mi amiga tenga razón: o Dostoyevski tuvo noticias de estas culturas o fue poderosamente imaginativo.

Una vez, en la comunidad indígena de Laguna Negra, chaco paraguayo, le formulé la siguiente pregunta al Antropólogo inglés Cristóbal Wallis: ¿por qué  dice usted que debemos preservar estas islas culturales que ya son tan disfuncionales actualmente?; y me contestó: “porque en un futuro cercano pueden servirnos de modelo para reorientar nuestro sistema social; porque no sabemos si ellos o nosotros nos hemos aproximado más al desarrollo humano que asegura mejor la felicidad”. Me callé, porque no entendí; es más, me pareció absurdo. Por entonces era para mí impensable que gente descalza y semidesnuda, que para comer cada día depende de lo que provea la selva, el campo o el río, pueda alcanzar mayor grado de felicidad que yo. Admito que soy duro de entendederas porque debió pasar tanto tiempo y he tenido que leer tantos libros para comprender las razones dadas por Cristóbal. Trabajé mucho en favor del indigenado nacional pero por mera solidaridad o projimidad; lo hice mordiendo siempre la duda de si se justificaban o no esos esfuerzos compartidos que por momentos parecían inútiles. Entonces no tenía conciencia de la envergadura cultural de mi trabajo.

La otra sorpresa que me produce esta historia de amor, con el marco teórico que le dan sus protagonistas, es la tremenda influencia que ejerce la economía individualista sobre las relaciones sentimentales y de pareja. Nunca pensé que esa influencia pudiera de ser negativa sino todo lo contrario; pero aquí me encuentro con la muy respetable teoría de que la idea de la posesión, ligada al concepto de propiedad, rompe la igualdad entre los miembros de la pareja, produce sujeciones y vasallajes que fulminan la relación de pareja. Esta palabra “pareja”, por definición, embebe la condición de igualdad. En situaciones de desigualdad, no es posible la existencia de una pareja.   Esto actúa como condicionante para que nuestro sistema de formación de parejas sea endógamo: la norma es que se casen ricos con ricas y pobres con pobres. Al trasgredir esta regla la pareja se halla expuesta a muchísimas dificultades y necesita de una doble dosis de amor para mantenerse. Algo similar se le plantea a las parejas de culturas diferentes. Incurrir en exogamia significa exponerse y desafiar al fracaso. Pero abandono aquí estas reflexiones para terminar con la carta de mi amiga. La misma sigue diciendo:

"No digo que cosificar a la persona humana y extender sobre ella el derecho de propiedad sea generalizada, pero la tendencia sí lo es, porque nuestra cultura acumuladora nos condiciona y cuando menos formación tiene la persona más se manifiesta en ella. Tampoco digo que no puedan ser superadas estas dificultades, pero para vencerlas la pareja debe estar poderosamente unida y tener conciencia de sus diferencias. El amor todo lo puede vencer; esto es categórico; el amor es la fuerza más poderosa del universo. Solamente nos preguntamos: ¿por qué deben luchar contra tantas adversidades para sostener su unión dos personas que se aman? ¿Por qué la sociedad, las familias, los amigos, no les facilitan la felicidad? ¿Por qué en nuestras  sociedades no se respetan la soberanía personal en cuanto a la intimidad, la autonomía de las parejas y los sentimientos ajenos? ¿Con qué derecho intervienen los padres, los parientes y los amigos en la vida íntima o sentimental de las personas y de las parejas? Todos estos vicios derivan de valores esclerosados, de siglos de cultura represiva, de invasión abierta y de atropello a la soberanía de las personas; y todos dificultan o impiden la felicidad.

Finalmente le digo, querido amigo, que a mi juicio la pareja humana es el motor de la humanidad y por ello es preciso que se halle fundada exclusivamente sobre el amor y la armonía sexual. Estos son sus elementos principales; todo lo demás es secundario, superable, remediable o tolerable. Pero la declinación del amor y la falta de satisfacción sexual de uno de sus miembros, hiere de muerte la relación de pareja. Seguiremos este interesante diálogo, colega. Le deseo éxitos en sus actividades y felicidades en su vida personal. Atentamente, su amiga (. . .)”.

Y, como siempre, estas reflexiones de mi amiga me dejaron severamente cuestionado. Me pregunto, en primer lugar, ¿por qué coinciden, en cuanto al régimen de formación de parejas, las sociedades más evolucionadas con las más “primitivas”?, (europeas con indígenas americanas); y, ¿por qué las sociedades  intermedias estamos tan enredadas con este tema? Somos el queso del sándwich y como tal nos consumimos en debates estériles sobre la supuesta defensa de “la familia”, de “la institución del matrimonio”, de “la fidelidad”, de “la moral social”, etc., cuando en realidad no defendemos de veras ninguna de estas instituciones; las mantenemos simplemente con la hipocresía de una doble moral.

Creo que antes que la falsa seguridad que nos brinda la formalidad, con la ilusión de una “unión perpetua”, sería mucho mejor que penda sobre nuestras cabezas la posibilidad cierta y permanente de perder a la persona amada, y que eso nos incentive para conquistarla cada día que pasa, realizando actos que le agradan, le engrandecen y le dan satisfacciones en todos los órdenes.  Esto eliminaría la cosificación y la extensión del derecho de propiedad sobre ella. Cada miembro de la pareja mantendría su calidad de persona soberana.

No caben dudas de que necesitamos cambiar nuestros valores culturales para transformar nuestras sociedades. En lo jurídico estamos bien encaminados. La ley de divorcio significó un gran adelanto porque luego de dictarse la misma, admitamos o no, todos, sin ninguna distinción, estamos expuestos en las vitrinas. Debe entenderse que desde entonces nadie roba su pareja a nadie; la gente se lleva simplemente al miembro que está abandonado, y hay muchas formas de abandonar a la pareja viviendo juntos.

Pero la mencionada institución jurídica debe ser solventada por nuevos valores y nuevas prácticas culturales. Es la cultura la que consolida la ley. Debemos llegar a acostumbrarnos a vivir en una sociedad libre de presiones sociales, donde existe el más absoluto respeto a la soberanía de las personas, especialmente en materia de elección de pareja, permanencia en una pareja y el retiro de la misma.

                                                                Julio de 2016

Lea la primera parte de este relato haciendo clic aquí

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