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lunes, 25 de julio de 2016
Una experiencia de vida. (Segunda parte)
En
estos días recibí un correo electrónico que dice: “Estimado colega: Le escribo
en relación con su publicación titulada: Una experiencia de vida, de la cual
me ha dado antes noticia y ahora un comentario. Al principio sentí vergüenza,
pero una vez más mi Maestro me apartó de ese camino y me hizo sentir dichosa.
Leímos y analizamos bastante el relato. Primero nos asombró su extraordinaria
fidelidad a los hechos que le he narrado hace de ello tanto tiempo. Usted tomó
nota de todo o tiene una memoria asombrosa porque hasta a mí me sorprenden los
detalles.
Estoy
siempre aquí, en esta ciudad de (…) donde lo conocí a usted y siempre muy feliz
junto a mi Maestro. Ahora él lo quiere conocer a usted; lo admira mucho y está orgulloso
de ser protagonista de esta historia. No
se cansa de platicarme: “Creo que jamás nos hemos propuesto ser paradigmas para
las personas que se atreven a trasgredir los convencionalismos socio-culturales
para acceder a la felicidad”; y yo le replico: “Ha sido una proeza
protagonizada por instinto, sin guía ni libreto”.
Usted
convirtió nuestra historia de pareja en un maravilloso cuento que nos hace
mirar al espejo y tomar conciencia de la enorme importancia del tema abordado; un
tema universal, transversal a todas las épocas y a todas las sociedades humanas.
No es un cuento cualquiera; desborda lo meramente literario y pasa a ser de utilidad práctica para los lectores, en
especial para los jóvenes, porque impulsa el avance del desarrollo humano hacia
estadios superiores habitados por personas más felices que las de nuestro
tiempo. Nosotros nos sentimos muy
honrados por ser los protagonistas, los actores en su obra. Por ello encargaremos
por el medio pertinente que nuestra identidad sea revelada 50 años después de
nuestro viaje definitivo. Pensamos que por aquella época nuestros descendientes
ya no se avergonzarían de nuestra conducta; ya la podrían comprender y hasta valorar
el coraje que hemos tenido para romper tantas barreras culturales que impiden
la felicidad.
Sobre
la receptividad del relato me dice en su e-mail que en su país ha causado bajo
impacto en el público lector; que a poca gente le ha gustado; y eso es muy
comprensible. La fuerza de la moral tradicional es más poderosa que las fuerzas
del cambio. Es más fácil ser conservador que innovador. El conservadurismo es
una postura cómoda y buena parte se halla afincada en el egoísmo. Poca gente se
ocupa de la suerte o el destino miserable de los demás. ¿A quién le interesa la
infelicidad de los otros? Tantas personas no tienen idea siquiera de la
felicidad, se limitan a vegetar; otras la confunden con el bienestar económico
o social y tampoco faltan los hipócritas, los simuladores de felicidad. Soy
consciente de que este caso nuestro sólo gustará a unos pocos, pero también
estoy segura de que esos pocos oficiarán de motores de los cambios para que la
humanidad sea más feliz.
En
cuanto a la posible apertura de las iglesias hacia este tema, en la que usted
tiene esperanzas, para mí es una posibilidad bastante remota. Ellas tienen
intereses que defender. Más vale presionar
a los Estados laicos, a los no involucrados con las religiones. Sólo los
Estados libres pueden producir ciudadanos enteramente libres.
En
cuanto a los cambios de parámetros o variables de la moral tradicional, creo
que se vienen dando aunque muy lentamente. Debemos reconocer que en este punto
se tiene un escollo; un condicionante poderoso que funciona como dique, impidiendo la fluencia libre del desarrollo
humano hacia la libertad personal y la felicidad; ese escollo es la posesión individual
de los bienes materiales. Somos acumuladores de bienes por excelencia; cuando
queremos algo, lo compramos y lo anexamos a nuestro patrimonio. De esta práctica
dimana la cosificación de la persona humana con la consiguiente idea de
apropiación de la persona amada; la extensión del derecho de propiedad sobre
ella, la anulación de su libertad, su sometimiento y la resignación de ella ante
lo irremediable. Ella termina renunciando a su propia felicidad y el hecho deja
solo al “propietario”; así queda fulminada la pareja. La que sigue ya no será una
relación de pareja, sino de otro tipo.
Felizmente
la humanidad se encamina hacia una nueva forma de posesión de los bienes
materiales: la propiedad social. El
paquete de bienes compartidos va creciendo. En las sociedades más evolucionadas
la gente tiene mayor cobertura social. La misma puede medirse con el porcentaje
de los impuestos con que se graban las utilidades. Esto se evidencia mejor en
las urbes. En ellas se comparten muchos bienes: el seguro social, la vivienda
social, las subvenciones en transportes y alimentos, las cooperativas de ayuda
mutua, los transportes colectivos que reemplazan a los móviles propios, y de
muchas otras formas se mitiga nuestro individualismo. En el campo, todo tiene
que ser propio; y quien nada tiene, padece mucho más. Esto explica, de paso, la
sostenida e imparable migración del campo a la ciudad. Es posible que la creación de ese patrimonio social sea
el aporte más valioso que entrega a los pueblos la vertiginosa urbanización
registrada en el último siglo.
Para
comprender mejor esto le invito a leer
un cuento de Fiódor Dostoyevski titulado: “El
sueño de un hombre ridículo”. Es una obra en la cual el autor refiere haber llegado a un país extraño donde
encontró una sociedad muy evolucionada, donde la gente tiene resueltas todas
las necesidades existenciales: las de subsistencia y las de convivencia; pero
en la misma nadie tiene bienes propios acumulados; todo está socializado, compartido, pero en
forma muy diferente del modelo comunista, porque en aquella las relaciones
humanas están basadas en la libertad, la igualdad, la justicia, la equidad, el
auto control, el estricto respeto de los derechos del prójimo y la solidaridad
plena. Es una gran metáfora creada por Dostoyevski. La obra que no tiene un
protagonista; es el propio autor el que llega a ese país a través de un largo
sueño que tuvo. Yo digo que él fue capaz de imaginar una sociedad enteramente
diferente de la nuestra, en la cual se ha logrado el más alto grado de
felicidad; y habrá sido un sueño, pero es
realizable.
Mi
Maestro, que tiene estudios de Antropología, sostiene que Dostoievski se habría
inspirado en las sociedades indígenas de nuestra América, en las que esa clase
de convivencia se ha dado siempre y se da hoy día. En estas culturas, que nosotros llamamos
“primitivas” sin averiguar los siglos de acumulación cultural que llevan, se
dan las relaciones sentimentales libres en estrecha relación con la no
acumulación de bienes. Pero nosotros no averiguamos siquiera las causas por las cuales han renunciado a la
acumulación”.
Suspendo
aquí la transcripción de la carta de mi colega para agregar algo de mi propia
cosecha. Yo también tengo algunas lecturas de Antropología y Etnografía y tengo
vivencia personal de la vida y la cultura de los indígenas, en especial de la
de los guaraní. Por ello estoy en condiciones de endosar estas afirmaciones, como si fueran
mías; pero debo advertir que incurriríamos en grave error si imagináramos que
en estas sociedades indígenas se ha colectivizado el sexo, porque de ninguna
manera eso ocurre. En ellas la monogamia está instalada como sistema y se halla
generalizada; los matrimonios son estables y permanentes, pero no existe
presión social para el mantenimiento del matrimonio a costa de la infelicidad
de uno de sus miembros; la práctica del sexo es normal y natural, no es ningún
tabú; no es cosa prohibida ni algo que se debe ocultar; la formación de la pareja se halla basada en
la voluntad común y la permanencia en ella, también; hay plena libertad de
unión y separación. Los integrantes de la pareja no sufren celos paranoicos ni
graves traumas en los momentos de ruptura de las relaciones sentimentales. La
concepción que tienen del amor es que es un sentimiento mutable y la mutación
debe ser respetada y honrada, porque el amor es la única causa que justifica la
vida en común. Si no hay amor, la pareja no se sostiene; fuera del amor, no hay
nada que la justifique. El divorcio y el nuevo matrimonio pueden ser inmediatos.
Llevados
por estas convicciones y amparados en su
sistema social, los indígenas rechazan el adulterio; algunos pueblos lo
sancionan con pena de muerte porque consideran
que su perpetración es una perversidad dentro de una sociedad en la cual todos los miembros
son libres de formar y de cambiar de pareja. Cuando se produce un cambio de
sentimientos afectivos ellos cambian de pareja con toda la normalidad debida para
que todo siga normal en la comunidad. Tal vez el Maestro de mi amiga tenga
razón: o Dostoyevski tuvo noticias de estas culturas o fue poderosamente
imaginativo.
Una
vez, en la comunidad indígena de Laguna Negra, chaco paraguayo, le formulé la
siguiente pregunta al Antropólogo inglés Cristóbal Wallis: ¿por qué dice usted que debemos preservar estas islas culturales
que ya son tan disfuncionales actualmente?; y me contestó: “porque en un futuro
cercano pueden servirnos de modelo para reorientar nuestro sistema social;
porque no sabemos si ellos o nosotros nos hemos aproximado más al desarrollo
humano que asegura mejor la felicidad”. Me callé, porque no entendí; es más, me
pareció absurdo. Por entonces era para mí impensable que gente descalza y
semidesnuda, que para comer cada día depende de lo que provea la selva, el
campo o el río, pueda alcanzar mayor grado de felicidad que yo. Admito que soy
duro de entendederas porque debió pasar tanto tiempo y he tenido que leer
tantos libros para comprender las razones dadas por Cristóbal. Trabajé mucho en
favor del indigenado nacional pero por mera solidaridad o projimidad; lo hice
mordiendo siempre la duda de si se justificaban o no esos esfuerzos compartidos
que por momentos parecían inútiles. Entonces no tenía conciencia de la
envergadura cultural de mi trabajo.
La
otra sorpresa que me produce esta historia de amor, con el marco teórico que le
dan sus protagonistas, es la tremenda influencia que ejerce la economía individualista
sobre las relaciones sentimentales y de pareja. Nunca pensé que esa influencia pudiera
de ser negativa sino todo lo contrario; pero aquí me encuentro con la muy
respetable teoría de que la idea de la posesión, ligada al concepto de
propiedad, rompe la igualdad entre los miembros de la pareja, produce
sujeciones y vasallajes que fulminan la relación de pareja. Esta palabra
“pareja”, por definición, embebe la condición de igualdad. En situaciones de
desigualdad, no es posible la existencia de una pareja. Esto
actúa como condicionante para que nuestro sistema de formación de parejas sea endógamo: la norma es que se casen ricos
con ricas y pobres con pobres. Al trasgredir esta regla la pareja se halla
expuesta a muchísimas dificultades y necesita de una doble dosis de amor para
mantenerse. Algo similar se le plantea a las parejas de culturas diferentes. Incurrir
en exogamia significa exponerse y
desafiar al fracaso. Pero abandono aquí estas reflexiones para terminar con la
carta de mi amiga. La misma sigue diciendo:
"No
digo que cosificar a la persona humana y extender sobre ella el derecho de
propiedad sea generalizada, pero la tendencia sí lo es, porque nuestra cultura
acumuladora nos condiciona y cuando menos formación tiene la persona más se
manifiesta en ella. Tampoco digo que no puedan ser superadas estas dificultades,
pero para vencerlas la pareja debe estar poderosamente unida y tener conciencia
de sus diferencias. El amor todo lo puede vencer; esto es categórico; el amor
es la fuerza más poderosa del universo. Solamente nos preguntamos: ¿por qué
deben luchar contra tantas adversidades para sostener su unión dos personas que
se aman? ¿Por qué la sociedad, las familias, los amigos, no les facilitan la felicidad?
¿Por qué en nuestras sociedades no se
respetan la soberanía personal en cuanto a la intimidad, la autonomía de las
parejas y los sentimientos ajenos? ¿Con qué derecho intervienen los padres, los
parientes y los amigos en la vida íntima o sentimental de las personas y de las
parejas? Todos estos vicios derivan de valores esclerosados, de siglos de
cultura represiva, de invasión abierta y de atropello a la soberanía de las
personas; y todos dificultan o impiden la felicidad.
Finalmente
le digo, querido amigo, que a mi juicio la pareja humana es el motor de la
humanidad y por ello es preciso que se halle fundada exclusivamente sobre el
amor y la armonía sexual. Estos son sus elementos principales; todo lo demás es
secundario, superable, remediable o tolerable. Pero la declinación del amor y
la falta de satisfacción sexual de uno de sus miembros, hiere de muerte la
relación de pareja. Seguiremos este interesante diálogo, colega. Le deseo
éxitos en sus actividades y felicidades en su vida personal. Atentamente, su
amiga (. . .)”.
Y,
como siempre, estas reflexiones de mi amiga me dejaron severamente cuestionado.
Me pregunto, en primer lugar, ¿por qué coinciden, en cuanto al régimen de
formación de parejas, las sociedades más evolucionadas con las más
“primitivas”?, (europeas con indígenas americanas); y, ¿por qué las sociedades intermedias estamos tan enredadas con este
tema? Somos el queso del sándwich y como tal nos consumimos en debates
estériles sobre la supuesta defensa de “la familia”, de “la institución del
matrimonio”, de “la fidelidad”, de “la moral social”, etc., cuando en realidad no
defendemos de veras ninguna de estas instituciones; las mantenemos simplemente con
la hipocresía de una doble moral.
Creo
que antes que la falsa seguridad que nos brinda la formalidad, con la ilusión
de una “unión perpetua”, sería mucho mejor que penda sobre nuestras cabezas la
posibilidad cierta y permanente de perder a la persona amada, y que eso nos
incentive para conquistarla cada día que pasa, realizando actos que le agradan,
le engrandecen y le dan satisfacciones en todos los órdenes. Esto eliminaría la cosificación y la extensión
del derecho de propiedad sobre ella. Cada miembro de la pareja mantendría su
calidad de persona soberana.
No
caben dudas de que necesitamos cambiar nuestros valores culturales para transformar
nuestras sociedades. En lo jurídico estamos bien encaminados. La ley de
divorcio significó un gran adelanto porque luego de dictarse la misma, admitamos
o no, todos, sin ninguna distinción, estamos expuestos en las vitrinas. Debe
entenderse que desde entonces nadie roba su pareja a nadie; la gente se lleva
simplemente al miembro que está abandonado, y hay muchas formas de abandonar a
la pareja viviendo juntos.
Pero
la mencionada institución jurídica debe ser solventada por nuevos valores y
nuevas prácticas culturales. Es la cultura la que consolida la ley. Debemos
llegar a acostumbrarnos a vivir en una sociedad libre de presiones sociales,
donde existe el más absoluto respeto a la soberanía de las personas,
especialmente en materia de elección de pareja, permanencia en una pareja y el
retiro de la misma.
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